La década de 1520 fue crucial no solo para la definitiva consolidación del reinado artístico de Miguel Ángel —Leonardo había muerto en 1519, Rafael, en 1520— y de su faceta como arquitecto, sino también para el desarrollo de la arquitectura que acostumbra a etiquetarse como «manierista». Sus diseños para la sacristía nueva de San Lorenzo y la Biblioteca Laurenciana, ambas en Florencia, son el «caso índice» que dio lugar al brote que se propagó luego al Palazzo Te de Mantua (1525-1535), diseñado por Giulio Romano (1499 c.-1546), y a otros edificios —mayoritariamente civiles o palatinos— igualmente caprichosos, ya a partir de 1530. Una trayectoria que, aun siendo excesivamente simplista, pretende dibujar un contexto marcado por la experimentación y la innovación.

Fue Francisco de Holanda, intelectual y artista portugués, quien puso en boca de Miguel Ángel una ingeniosa defensa de tales licencias artísticas en el tercero de sus Quatro Diálogos da Pintura Antiga (1548, traducido al español en 1584): «[…] este deseo insaciable del hombre [por lo inédito y lo imposible] prefiere a veces, a un edificio ordinario […], uno falsamente construido en estilo grotesco, con pilares formados por niños que crecen en tallos de flores, con arquitrabes y cornisas de ramas de mirto […], y otras cosas, todas aparentemente imposibles y contrarias a la razón, sin embargo, puede ser una gran obra si la realiza un artista hábil». Hay quien vio en este pasaje la «cuna del barroco» (Borinski, 1913) y, aún más, quien identificó a Buonarroti como «padre del barroco» (Wölfflin, 1888). Naturalmente no es aquí el lugar para repasar la disputa entre clasicismo y barroco, o entre clásicos y anticlásicos —Wölfflin, D’Ors, Tapié, etc.—, pero recordar la conexión entre Miguel Ángel y el barroco es importante, a mi juicio, para reforzar la lectura escultórica de su arte, particularmente de la arquitectura.
Y es que, como arquitecto, él trabajó a partir de conceptos diferentes de los utilizados por los maestros de su época, tal como viene destacando la crítica. En primer lugar, elaboraba con mucha atención los «relieves », concibiendo frecuentemente sus edificios a partir de las fachadas antes que en torno a los espacios que estas encerraban. Muy pocas veces hizo Miguel Ángel dibujos en perspectiva y, además, para estudiar los efectos tridimensionales de sus proyectos, acostumbraba a hacer maquetas o modelos en arcilla. De hecho, esta es la característica que mejor define algunos de sus proyectos de madurez, como la fachada de San Lorenzo (1516-1519), el vestíbulo de la Biblioteca Laurenciana (1523-1559) o las tumbas de los Medici (1520-1534), concebidas casi como retablos, e incluso uno de sus últimos trabajos, la Porta Pia de Roma (1561-1565).

En segundo lugar, otra vía creativa era la que ahondaba en la «teatralidad» de la arquitectura, buscando sorprender al espectador tanto por la rotundidad de los volúmenes como por la vibración lumínica de las superficies, creando así efectos de claroscuro por contraposición de formas y texturas. Pero esta manera de entender el edificio, como volumen más que como espacio, conllevaba aparejada una especial sensibilidad hacia los materiales y los efectos de luz nunca antes vista en la arquitectura europea.
Libertad artística
Al margen de las fuentes escritas más o menos contemporáneas, cuya autoría es de terceros, no del propio Miguel Ángel —como los citados Diálogos da Pintura de Francisco de Holanda, donde se recogen las conversaciones que su autor afirmó haber mantenido en 1538 con «el Divino»—, entre las cuales incluyo también sus biografías, más importante aún es su práctica artística. Esta sugiere que la audaz defensa de la «invención» que se le atribuyó al pintor de la Capilla Sixtina era más que una licencia poética; su arte gustaba, en verdad, de crear «quimeras», las cuales ofrecía a unos espectadores «deseosos de ver lo inédito y lo imposible », usando las palabras del propio artista portugués. Pero este afán de novedad no era un fin en sí mismo, sino la búsqueda del arte por el arte, en contraposición al arte que reflejaba el orden de la naturaleza —el clasicista—. Buonarroti utilizaba su maestría como medio para desafiar las normas y convenciones de la Antigüedad y llevarlas más allá de sus posibilidades expresivas.
Su arquitectura fue ejemplar, a juicio de Giorgio Vasari, autor de las famosísimas Vidas (1550), un texto fundamental para la historia del arte y para conocer la obra de Miguel Ángel, quien fue tomado como elemento de referencia. El intelectual italiano, en este sentido, destacó los recursos de las tumbas medíceas, porque «son muy distintos de lo que generalmente se hacía de acuerdo a las medidas, órdenes y reglas, siguiendo a Vitruvio y la Antigüedad, por no querer añadir nada. Esta libertad ha animado mucho a quienes vieron su obra, incitándolos a imitarlo, y nuevas fantasías se han visto después, más conformes con el estilo grotesco que con la razón o la regla ». Aquí, no solo se deshacía en elogios para Miguel Ángel —como era habitual—, sino que subrayaba por qué era un modelo a seguir para los arquitectos, es decir, la libertad artística y la ruptura de la tradición clásica.

En efecto, su arquitectura y, en particular, las obras construidas o proyectadas en Florencia para los papas Medici eran una declaración inconfundiblemente «anticlásica», también para sus contemporáneos.
Desde Vasari, la crítica coincide en destacar el valor de dos obras encargadas por el papa León X (1475-1521) para su ciudad, Florencia, y para celebrar su familia, los Medici: la sacristía nueva de San Lorenzo y la Biblioteca Laurenciana. Parece que ambas se encargaron al mismo tiempo, a finales 1519, pero el grado de madurez o de coherencia que transmiten es desigual. En el diseño de la capilla de los Medici aún no se había consumado por completo la transformación de Miguel Ángel de escultor en arquitecto, mientras que en el vestíbulo de la biblioteca medícea se muestra ya en plena madurez, como uno de los más grandes genios creativos de la historia de la arquitectura.
La sacristía nueva es ante todo un contenedor o tabernáculo para las tumbas de los Medici —los hermanos Lorenzo y Giuliano, conocidos como los «Magníficos»—. Desde el principio, las tumbas y la arquitectura progresaron con mucha lentitud, hasta que Buonarroti regresó definitivamente a Roma en 1534, dejando, como se sabe, la obra inacabada. Más allá de la manifestación o no de sus vicisitudes constructivas, la fuerza expresiva del conjunto se debe a la energía de las esculturas y de sus marcos arquitectónicos, pero no al efecto de la capilla en su conjunto, cuyas partes no están relacionadas orgánicamente.

En la sacristía nueva hay dos sistemas arquitectónicos bien diferenciados. El primero, el contenedor o capilla propiamente dicha, de muros blancos y una armadura de piedra gris oscura, que mimetiza intencionadamente la articulación mural de la sacristía vieja de Brunelleschi, construida entre 1421 y 1429. El segundo, los monumentos de los Medici, en mármol blanco. Sin las enormes estatuas de las dos tumbas y la manera como el programa figurativo se impone sobre el contexto, nuestra lectura del conjunto sería no solo incompleta, sino pobre; algo así como lo que experimentamos ante el modelo o maqueta de madera la fachada de San Lorenzo, conservado en la Casa Buonarroti.
La Biblioteca Laurenciana
La biblioteca medícea, a cuya colección Lorenzo el Magnífico había dedicado considerables atenciones —de ahí el nombre de «Laurenziana »—, es, en cambio, un proyecto orgánico, que no armónico, interpretado a menudo como una investigación más escultórica que arquitectónica, o producto de la ilusión y la manipulación espacial, casi en sentido peyorativo, pero ¿y qué si lo es? Miguel Ángel proclamaba con frecuencia no ser arquitecto, lo que es una de las claves para comprender sus edificios, en general, y el vestíbulo de la Biblioteca Laurenciana, más en particular.

En verdad esta estancia presenta un carácter autónomo dentro del conjunto, presidido por una fachada telón que se distancia de su tradicional función de cerramiento para convertirse en máscara que ocultaba el espacio que se desarrollaba detrás, más que presentarlo a los usuarios de la biblioteca. El vestíbulo y la sala de lectura no comparten ni proporciones, ni ritmo o articulación mural, pero tampoco uso, y no conviene olvidar el factor de funcionalidad en los proyectos miguelangelescos. Al diseño interior de la sala se pretendió darle un carácter más sereno, con formas estáticas y regulares, más adecuadas para el estudio, y, en este sentido, también se buscó incrementar la luz al disponer las ventanas más próximas entre sí, abriéndolas hasta donde las arquitecturas adyacentes permitían. Pero el diseño del vestíbulo se desarrolló en la dirección opuesta.
Movimiento y espacio
No obstante, sería un error pensar que la naturaleza rabiosamente moderna de su arquitectura se basa tan solo en la capacidad de sus edificios para expresar fuerza muscular o tensión, ya que el factor cinético y la experimentación espacial, desde el punto de vista del espectador, son aún más importantes, si cabe, para entender sus proyectos posteriores. El rasgo común a la mayoría de ellos, particularmente los de vejez (1546-1564) —incluyendo también su diseño para la basílica de San Pedro—, es la unidad conseguida mediante la organización del conjunto y no tanto por la naturaleza de sus componentes —de los cuales, casi siempre, no es el autor principal—; unidad impuesta por principios compositivos generales —simetría axial, convergencia, etc.— y por el tratamiento dinámico de los espacios, que acostumbran a empujar al espectador a lo largo de ejes prefijados.
Como por ejemplo, la cordonata Capitolina o calle en pendiente que sube hasta el Campidoglio (1538); o la plaza abierta ante la fachada del Palazzo Farnese (1546) y la línea imaginaria que invita al observador a adentrarse, a través del vestíbulo de entrada, hasta el claustro y más allá, al jardín; o bien, la amplia calle que, desde el Quirinal, desemboca en la Puerta Pía (1561-1565), la cual es pura escenografía urbana, sin función defensiva, y en cuya concepción Miguel Ángel anticipó los principios del urbanismo barroco.

Pero su primer proyecto urbanístico fueron la plaza y las fachadas de los palacios del Campidoglio, también el primer esfuerzo de planificación urbana de la Roma pública —fuera de los muros del Vaticano—, por lo que se convertiría en un paradigma del urbanismo de la época moderna. La planta en U, la convergencia de dos edificios de escasa altura hacia un elemento central dominante, el monumento que preside la plaza y la alineación con el eje de la única vía de acceso pavimentada desde la ciudad —la cordonata Capitolina— serían los ingredientes básicos para el diseño de plazas públicas o entornos palatinos de los dos siglos posteriores.
Hay que recordar, para entenderlo, que los elementos preexistentes, como el Palacio de los Conservadores, obra del Quattrocento, al sur, y el Palacio Senatorial, de época medieval, pero remozado según diseño de Miguel Ángel; o bien, la estatua ecuestre de Marco Aurelio, cuyo traslado a la colina Capitolina por el papa Pablo III (1468-1549), en 1538, fueron el inicio del proyecto. Por otro lado, conviene poner de relieve la construcción de la fachada telón del Palazzo Nuovo, al norte, con una función exclusivamente estética, o el nuevo campanile en la parte oriental, a fin de remarcar el eje principal. La jerarquización de los accesos y la regularización axial de la plaza y las tres fachadas palaciegas no respondían a un simple capricho del arquitecto, sino a la función del Campidoglio como lugar de ceremonias públicas. Por lo tanto, Miguel Ángel parece haber ideado, en verdad, un escenario al aire libre, concibiendo el espacio urbano casi como caja escénica ajustada a las convenciones de la naciente escenografía ilusionista —que daba sus primeros pasos en los inicios del siglo XVI—.

El interés por el punto de vista del espectador también está presente en los cambios diseñados por Miguel Ángel para el palacio que Antonio da Sangallo (1484-1546) había proyectado para el cardenal Alejandro Farnesio —futuro Paulo III—. Según la literatura, el proyecto de Sangallo (1535-1541) es la versión grandiosa del palazzo de tipo florentino, a modo de organismo cerrado, en forma de cubo, y regularizado en torno a un gran cortile (patio) porticado. El nuevo palacio miguelangelesco, sin embargo, buscaba abrirse, y el tratamiento dinámico de las secuencias espaciales se convirtió en elemento esencial de su proyecto, ampliando el eje que unía el zaguán y el patio con el jardín, e incluso más allá.
Vasari dio noticia de que «Miguel Ángel dispuso la construcción de un puente alineado [con el jardín] que atravesase el río Tíber, para que se pudiese ir desde el palacio al Trastevere, donde había otro jardín y palacio de los Farnese». El puente no fue construido, pero este afán se materializó en las logias de la parte posterior del palacio, que abren la planta baja al jardín e imprimen a la fachada una planta en U. Al proyectar esta solución «el Divino» abandonaba, una vez más, «el camino trillado» e indicaba la senda creativa a seguir por generaciones posteriores; su impacto en la arquitectura romana puede rastrearse hasta las obras del Palazzo Barberini (1628-1633), donde se dieron cita los dos grandes genios del barroco romano, Gian Lorenzo Bernini y Francesco Borromini . Miguel Ángel fue un artista que transgredió las normas; sin él no se entendería la evolución del arte barroco ni el canto del cisne del Renacimiento. Rompe fronteras cronológicas e ideológicas, aspecto propio de la mentalidad y hacer de un gran genio.
