La nube con forma de hongo gigante se alzó sobre Hiroshima. El avión Enola Gay, que había tirado la primera bomba atómica de la historia, estaba ya a 18 kilómetros de distancia cuando se produjo la detonación de Little Boy. La gigantesca explosión, el 6 de agosto de 1945, fue el resultado de la decisión de Harry S. Truman de usar la flamante arma de destrucción masiva. Solo cuatro meses antes, el nuevo presidente norteamericano no sabía nada de ella. Esta es una secuencia cronológica de los hechos.
12 de abril, Casa Blanca, Washington DC
Truman parecía desorientado y exhausto. Acababa de jurar como presidente y se preparaba para su primer consejo de ministros. Antes se había reunido con los miembros del gobierno y les había pedido que continuaran en sus puestos. El papel de líder le resultaba extraño. Solo había sido vicepresidente durante 82 días y no había participado en ninguna de las decisiones importantes de su predecesor, el difunto Franklin D. Roosevelt.
El nuevo presidente pronunció un breve discurso inaugural y el secretario de Guerra, Henry L. Stimson, informó de los últimos acontecimientos de la guerra con Japón. Luego le dijo que tenía que hablarle en privado. Stimson le reveló entonces que estaban desarrollando una bomba inmensamente poderosa. No podía decir más por el momento. Truman se quedó perplejo. ¿Qué tipo de arma era esa que debía permanecer secreta incluso para el presidente?

31 de mayo, Washington DC
En la reunión del supersecreto Comité Interino, la atmósfera era tensa. La bomba atómica estaba casi lista para la primera prueba y pronto podría utilizarse en la guerra. Alemania se había rendido, pero los japoneses seguían resistiendo fanáticamente. Julius Robert Oppenheimer, el científico que dirigía el Proyecto Manhattan, encargado del desarrollo de la bomba, tomó la palabra y explicó que esta podría generar una explosión equivalente a la de al menos 2.000 toneladas de TNT. Si se lanzaba sobre una gran ciudad, provocaría la muerte de cerca de 20.000 personas.
El asesor científico Ernest Lawrence hizo una sugerencia. ¿Por qué no hacer una demostración a la que asistieran los japoneses? Quizás esto les convenciera de rendirse. La idea de Lawrence fue rechazada rápidamente. Bajo la dirección de Stimson y el asesor presidencial James Byrnes, el comité adoptó una decisión que quedó así reflejada en el acta de la reunión: “La bomba será usada contra Japón lo antes posible; será usada sobre una fábrica de armamento rodeada de viviendas de trabajadores; y será usada sin previo aviso”.

12 de junio, Washington DC
El general Leslie Groves, jefe militar del Proyecto Manhattan, mantuvo una reunión con Stimson. Stimson escuchaba con atención mientras Groves describía con gran detalle su objetivo ideal para la bomba. Debía caer sobre una ciudad, dijo, una que todavía no hubiera resultado demasiado afectada por bombas convencionales. Así la Fuerza Aérea americana podría evaluar su poder destructivo. A la vez, quería que fuera una ciudad muy significativa culturalmente para quebrar el espíritu de lucha de Japón.
El general seguía hablando, pero aún no había mencionado la ciudad que tenía en la cabeza y, cuando Stimson pidió ver la lista de objetivos, intentó poner reparos: estaba en su despacho y “le llevaría tiempo conseguirla”. “Tengo todo el día –le respondió el secretario de Guerra–. Aquí hay un teléfono. Llame y que la traigan”. Groves obedeció. Mientras esperaban, Stimson siguió presionándole para que revelara el objetivo. “Kioto”, confesó a regañadientes Groves. “¡Eso sí que no!”, replicó Stimson sin vacilar. Había pasado la luna de miel en Kioto y había quedado cautivado.
Kioto había sido la capital del Imperio entre 794 y 1868 y tenía una gran importancia histórica y arquitectónica. Groves estaba furioso: Kioto era un objetivo perfecto, pero Stimson no daba su brazo a torcer porque pensaba que elegir Kioto sería destruir una de las cumbres de la civilización, como destruir Roma o Atenas. Al final Groves tuvo que ceder: Kioto se salvaba. Ahora tenían que escoger otro objetivo. Estaban examinando la lista cuando de pronto apareció: “¿Hiroshima?”.

16 de julio, Potsdam, cerca de Berlín, Alemania
Stimson se encontraba en la delegación de Estados Unidos, a las afueras de Berlín, cuando llegó un telegrama secreto de Los Álamos: “Operación concluida esta mañana. Resultados parecen satisfactorios y superan expectativas”. La bomba atómica estaba lista.
Stimson fue corriendo a entregarle el mensaje a Truman, que ahora podría no solo ganar la guerra sino también frenar las ambiciones expansionistas de Stalin.

25 de julio, Potsdam
El presidente se inclinó sobre su escritorio. Frente a él, había un documento que cambiaría el curso de la historia. Solo requería su firma. Y, a pesar de la trascendencia del momento, no tenía dudas: había que usar la bomba atómica. “Tomé la decisión con el convencimiento de que salvaría cientos de miles de vidas, tanto japonesas como americanas”, dijo en 1953, al dejar la Casa Blanca.
Los analistas militares estimaban que, si los japoneses se empeñaban en luchar hasta el último hombre, habría que sumar un millón de soldados americanos muertos a los 400.000 que ya llevaban. Truman no podía tolerar una pérdida de esa magnitud si contaba con otra opción. Además, todos sus asesores le urgían a usar la bomba de inmediato. Ninguno recomendaba nada distinto.
El presidente miró por última vez el documento que, a partir del 3 de agosto y en función de la meteorología, ordenaba a la Fuerza Aérea americana tirar una o más bombas atómicas sobre una lista de ciudades japonesas previamente seleccionadas. Luego cogió la pluma y estampó su firma en el papel.
6 de agosto, base aérea de la isla de Tinián
Japón rechazó la exigencia aliada de rendirse incondicionalmente o enfrentarse a una “destrucción inmediata y completa”. Empezaba así el primer bombardeo nuclear de la historia.
El coronel Paul Tibbets, de 30 años, aceleró al máximo los cuatro motores del B–29 Enola Gay y cogió velocidad por la corta pista. La mayor parte de sus hombres lo ignoraban todo sobre la misión. El capitán mandaba extraños mensajes codificados por la radio y, aparte de eso, casi no hablaba. Pero Tibbets era consciente de que todo lo que decían se estaba grabando. También era el único que sabía que llevaban a bordo una bomba atómica que sería lanzada sobre Hiroshima.

Cuando el avión se acercó lo suficiente a su objetivo, Tibbets se dirigió a la tripulación a través del intercomunicador: “Llevamos la primera bomba atómica de la historia –dijo y, tras algunas expresiones de asombro, continuó–. Cuando la soltemos, el teniente Beser grabará nuestras reacciones. Esa grabación pasará a la posteridad, o sea que cuidad vuestro lenguaje y no atasquéis el intercomunicador”.
6 de agosto, centro de Hiroshima
El ingeniero de 29 años Tsutomu Yamaguchi caminaba por las calles del puerto en dirección a la estación de tren. Yamaguchi vivía en Nagasaki, pero llevaba tres meses trabajando en el departamento de construcción naval que las Industrias Pesadas Mitsubishi tenían en Hiroshima. Ahora su estancia allí había terminado. En unas pocas horas saldría el tren y, al día siguiente, se reuniría con su esposa y su hijo. No cabía en sí de las ganas de regresar.
De pronto, Yamaguchi se paró en seco: se había dejado su sello personal en la oficina. Un fastidio, pero le daba tiempo de ir a cogerlo. Dio media vuelta y volvió al astillero, en las afueras de la ciudad.

6 de agosto, espacio aéreo de Hiroshima
El bombardero B–29 Enola Gay sobrevolaba la ciudad. La visibilidad era buena. “¿Coincides en que este es el objetivo?”, preguntó Tibbets. “Sí”, respondió el artillero William Parsons. Debajo se extendía el centro de Hiroshima, donde decenas de miles de personas se afanaban como hormigas por las calles. Tibbets ordenó a los hombres que se preparasen: “Vamos a soltar la bomba. Poneos las gafas”.
Se abrieron las escotillas y, desde su puesto, el bombardero Thomas Ferebee le indicó por radio a Tibbets que corrigiera el rumbo. Luego se oyó el mensaje “Bomba fuera”. Ya la habían lanzado. Tibbets aceleró al máximo los cuatro motores. Había que escapar de la zona de la explosión cuanto antes. A sus espaldas, la bomba descendía lentamente hacia la ciudad sujeta por dos paracaídas.
La detonación se produjo cuando el Enola Gay se encontraba a 18 kilómetros de Hiroshima. De repente, una luz brillante invadió la cabina y el bombardero acusó una violenta sacudida. A continuación, la nube con forma de hongo se alzó sobre la ciudad japonesa.
6 de agosto, centro de Hiroshima
Tsutomu Yamaguchi caminaba hacia el astillero de buen humor. Era una agradable mañana de verano y en la calle había niños y adultos que se dirigían al colegio y al trabajo. En eso sonaron las sirenas de alarma pero, como el radar no detectó ningún ataque aéreo, se volvieron a apagar. Y luego, la detonación. “Cuando abrí los ojos, todo estaba oscuro”, recordaría luego. También notó que se le había reventado un tímpano.
Poco a poco, fue recuperando la visión y vio una enorme columna de humo a varias millas de distancia. Se tocó las piernas. Todavía se podía mover. Pensó que, si se quedaba allí, moriría, y empezó a arrastrarse. Fue entonces cuando se dio cuenta de que tenía toda la parte superior del cuerpo horriblemente quemada. A su alrededor, la devastación era total: cuerpos de hombres, mujeres y niños tirados por todas partes y supervivientes que caminaban tambaleándose por las ruinas en llamas.

La explosión había provocado una ola de calor extremo que había matado instantáneamente a todos los que se encontraban en un radio de un kilómetro y medio. La piel se cubría de pronto de llamas y los órganos internos empezaban a hervir. Los pájaros se convertían en bolas de fuego. La onda de choque había arrasado la ciudad casi por completo y había lanzado trozos de hormigón y hierros al rojo vivo en todas direcciones. De pronto, empezaron a soplar vendavales de polvo y una lluvia negra y aceitosa cayó sobre la ciudad.
Había un caballo envuelto en llamas y una columna de soldados totalmente quemados, como fantasmas, sobre un puente. La gente moría en medio de sufrimientos atroces. Algunos se tiraban al río para apagar las llamas o buscando inútilmente alivio. La bomba había sido como un flash, e incluso había dejado grabado a fuego el estampado de la ropa sobre la piel de las víctimas.
Yamaguchi intentó buscar refugio. Se trataba de sobrevivir. Solo tenía una idea en la cabeza: volver a ver a su familia.
6 de agosto, Tokio
La preocupación del primer ministro japonés, Kantaro Suzuki, por las noticias que llegaban de las localidades vecinas a Hiroshima crecía por momentos. Nadie sabía mucho, pero estaba claro que había sucedido algo terrible. Según el Alto Mando, no se habían visto grandes escuadrillas de aviones enemigos cerca de la ciudad, y aun así era imposible establecer contacto.

El piloto de un avión japonés acababa de anunciar que sobre Hiroshima se alzaba una enorme columna de humo. Podía verla desde una distancia de 160 kilómetros. Era algo inconcebible.
Suzuki descubrió la causa por un noticiero americano. El presidente Truman acababa de anunciar oficialmente el lanzamiento sobre Japón de aquello que se conocía como bomba atómica. El mensaje iba acompañado de una nueva advertencia: “Si no aceptan nuestras condiciones, pueden esperar una lluvia de ruina desde el aire, de un tipo que nunca se ha visto en la Tierra”.
9 de agosto, base aérea de Tinián
Tres días después del holocausto nuclear de Hiroshima, los japoneses aún no se habían rendido, y el Alto Mando americano ordenó lanzar una segunda bomba. El piloto Charles Sweeney despegó en el B–29 Bockscar y puso rumbo a Japón.
El plan estaba claro: iban a lanzar la bomba atómica Fat Man sobre Kokura, un objetivo militar estratégico. Pero el tiempo era peor del esperado y, una vez en el aire, descubrió que no podría utilizar el depósito de combustible de reserva por una avería. Cuando por fin llegó a Kokura, el objetivo estaba cubierto de nubes.

Dio varias vueltas en círculo buscando en vano una solución. La situación del combustible se volvió crítica, y Sweeney se enfrentó a una decisión difícil. No podía aterrizar con la bomba a bordo, por lo que, o la soltaba en el mar, o trataba de llegar a Nagasaki, la ciudad que había sido elegida como objetivo secundario en caso de fallar Kokura.
Escogió esta última opción. La nubosidad también era densa sobre Nagasaki, pero cuando estaba a punto de tirar la toalla se abrió un claro y, a las 11:01, pudo ver la ciudad. Entonces soltó la bomba, que explotó 50 segundos más tarde.
9 de agosto, Nagasaki
Tras la pesadilla de Hiroshima, Tsutomu Yamaguchi, malherido, había regresado a Nagasaki el día anterior: se negaba a dejar de hacer su trabajo. Aunque acababa de sobrevivir a una bomba atómica y estaba todo vendado, llegó a la oficina para cumplir con sus obligaciones. Eran las 11:02 y estaba contándole a su jefe los horrores que había presenciado en Hiroshima.
“¡Una sola bomba no puede destruir una ciudad entera!”, decía este, escéptico. “Me parece que se te va un poco la cabeza por las heridas”. Yamaguchi no tuvo tiempo de responder. De pronto, se vio una luz cegadora y volvió a caer al suelo. “Pensé que el hongo me había seguido desde Hiroshima”, dijo luego.

Esta vez se levantó rápidamente. Aun cubierto de vendas y atenazado por la angustia de no saber qué sería de su mujer y su hijo, caminó hacia su casa a través de la ciudad en ruinas. Con enorme alivio, descubrió que ambos estaban con vida.
La devastación de Nagasaki fue menor que la de Hiroshima (70.000 muertos), ya que la bomba explotó a tres kilómetros del centro. Aun así, el hongo atómico provocó la muerte instantánea de 40.000 personas. A estas 110.000 muertes se sumarían con el tiempo otras 80.000 debidas a las terribles quemaduras y heridas y, sobre todo, a la radiactividad.
