Avanza el verano de 1539 en el Reino de Nueva Galicia. Su capital, Compostela, se agita en ebullición ante la llegada a la villa de un grupo de indios dirigido por un fraile franciscano. Fray Marcos de Niza, vestido con un desgastado hábito de color marrón, da voces llamando al gobernador de la Nueva Galicia, mientras manosea nervioso el cordón franciscano de tres nudos que le pende de la cintura. Las gentes de Compostela se arremolinan alrededor de la extraña comitiva, mientras algunos niños corren, enviados por sus padres, a avisar al gobernador, don Francisco Vázquez de Coronado.

Cuando el séquito llega a la plaza del Cabildo, el alborozo popular se ha extendido como la pólvora hasta las últimas casas de la villa y en pocos minutos una multitud se agolpa ante el fraile y su comitiva de harapientos. Un grupo de soldados a caballo no tardan en llegar, y con ellos viene el gobernador.
—¿Qué es este desorden, por amor de Dios? —clama, airado, a los presentes. La turba se aparta rápidamente, creando un pasillo entre él y el fraile.
—¡A la fe! ¿Se puede saber qué está pasando aquí? —le interroga enérgico.
—Gobernador, soy fray Marcos de Niza, enviado del virrey don Antonio de Mendoza más allá de la frontera norte.
—¿Entonces qué diablos están haciendo aquí? —lanza, irónico, Francisco.
—Estamos de regreso de Cíbola.
—¿De Cíbola, dice usted? —pregunta el gobernador, incrédulo.
—De la misma Cíbola, sí, una de las siete ciudades de oro —responde el fraile.
—Acompáñeme al cabildo —ordena el gobernador.
Mientras ambos acceden a la sala principal del cabildo, en la plaza el gentío interroga a los indios que acompañaban al fraile. «Cuénteme», ordena.
El fraile le narra pormenorizadamente la razón de su presencia allí. Tres años ha, que cuatro supervivientes de la expedición de Pánfilo de Narváez, tras años de estar cautivos de los indios y tras recorrer miles de leguas en tierras inexploradas, regresaron a Nueva España. Ellos son Andrés Dorantes, Estebanico, Alonso del Castillo y Núñez Cabeza de Vaca. «Sí, lo sé», le interrumpe el gobernador.
A su llegada, Cabeza de Vaca explicó a todo aquel que quisiera oírle que viviendo entre salvajes escuchó repetidas veces, de voz de los mismos indios, que al norte de la Nueva España existen ciudades llenas de oro y de riquezas, tan opulentas que sus casas son todas de piedra y sus tejados de oro.
—Las siete ciudades de Cíbola. Según la tradición, fueron fundadas siglos atrás por siete obispos españoles que huían de la invasión musulmana de la península llevando consigo enormes tesoros. En su nuevo hogar, cada uno de ellos fundó una ciudad, tan ricas que todo en ellas es oro y piedras preciosas. Una leyenda tan antigua como el tiempo —le interrumpe el gobernador.

—Nada de leyenda, don Francisco. ¡Yo mismo las he visto! —anuncia el fraile, y continúa su narración.
La leyenda de Cíbola
Él mismo, cuenta, ha comandado durante unos meses una expedición para cerciorarse de si las historias de Cabeza de Vaca son ciertas, tal y como le ordenó el virrey Mendoza. Para ello, contó con la ayuda del negro Estebanico, uno de los cuatro supervivientes de la expedición de Narváez. Cuando ya estaban cerca de Cíbola, él mismo, fray Marcos de Niza, ordenó a Estebanico, como era costumbre, que se adelantara unas leguas para parlamentar con los nativos, ya que dominaba el idioma de los salvajes.
—Tras esperar más de un día su regreso, vimos cómo los indios de nuestra expedición que le acompañaron regresaban sin él. Nos informaron que los nativos del lugar habían matado a Estebanico.
—Según ellos, a pocas leguas de allí se encontraba Cíbola, y sus habitantes no querían que la ciudad fuese descubierta.
—El fraile respira hondo, aparentemente turbado por los recuerdos.
—Siga —le exige el gobernador.
—Yo mismo —continúa— me aproximé unas leguas y, efectivamente, vi con mis propios ojos la mítica ciudad, que es tan real como el fraile que está ante usted. Jamás contemplé una visión más impresionante que la de los rayos del sol estallando en mil colores al reflejar el oro con que están revestidos los edificios de Cíbola.
—Le acompañaré a ver al virrey —anuncia Vázquez de Coronado.
Situémonos ahora unos años antes. El protagonista de este relato, Francisco Vázquez de Coronado, nace en Salamanca en 1510, en el seno de una importante familia noble muy vinculada a la Casa de los Mendoza. Francisco es el segundo de los hijos de Juan Vázquez de Coronado e Isabel de Luján, así que no heredará el mayorazgo de su familia. Por ello, cuando Antonio de Mendoza es nombrado primer virrey de la Nueva España, Francisco decide acompañarle a las Indias. Al fin y al cabo, ambas familias han luchado juntas y se han mostrado siempre gran respeto y lealtad, así que seguro que él sabrá servir al flamante virrey, y este sabrá favorecerle, piensa.
Y no se equivoca. Bajo la protección del virrey, Francisco prospera rápidamente: ingresa en el Cabildo, logra casarse con Beatriz de Estrada, hija del rico tesorero colonial y, finalmente, es nombrado gobernador de la Nueva Galicia.

Volvamos al verano de 1539. Francisco, rico y poderoso, en el cénit de su poder, acompaña a fray Marcos de Niza a ver al virrey. Allí empieza a fraguarse su destino.
Antonio de Mendoza y Pacheco no es hombre de dudas: debe prepararse una expedición lo más pronto posible a la ciudad de Cíbola. Vázquez de Coronado, por su parte, es un hombre de acción y se ofrece para comandar la expedición. Los objetivos de esta son claros. Primero, encontrar las siete ciudades de oro. Segundo, predicar la palabra de Dios. Y tercero, ampliar los territorios españoles al norte de Nueva España.
Durante los siguientes meses tanto el virrey como el gobernador hacen hercúleos esfuerzos por conseguir financiación, y tan seguros están de la existencia de Cíbola que ambos acaban sufragando buena parte de los costes de la expedición con su propio patrimonio.
En diciembre de 1539, Vázquez de Coronado envía una avanzadilla hacia donde, según el relato de fray Marcos, deberían encontrar la ciudad de oro. La hueste de quince hombres, liderada por el capitán Melchor Díaz, tiene pronto noticias de la ciudad del oro. Y es que a menos de cien leguas de la frontera con Nueva España, todos los indios con los que se encuentran dicen conocer la ciudad de Cíbola. Existir, existe. Pero la ciudad no es tal, sino un poblado con humildes casas de piedra y adobe cuyos pobladores jamás han sentido hablar de Dios ni del obispo fundador de Cíbola. Atónitos ante el descubrimiento, los conquistadores españoles de Díaz tratan de regresar a Compostela para dar noticia del engaño, pero en el camino de regreso les sorprenden fortísimas tormentas y nevadas, y deciden acampar y tratar de retomar el regreso más adelante.
Mientras tanto, en Compostela, Francisco Vázquez de Coronado ha organizado un ejército de trescientos españoles y más de mil indios. Lo forman seis compañías de caballería, una de infantería y una de artillería, y van acompañados de un puñado de frailes franciscanos. Además, paralelamente una flota de tres navíos al mando de Hernando de Alarcón tiene la misión de partir hacia la desembocadura del río Colorado, donde esperará la llegada del ejército de Vázquez de Coronado para pertrecharles de víveres.
El gobernador lleva tres meses esperando nuevas de la avanzadilla del capitán Díaz, y la ausencia de noticias confirma sus sospechas. «Los indios deben haber dado muerte a Díaz, tratando de proteger el secreto de Cíbola, como antes hicieron con Estebanico», le dice a fray Marcos de Niza días antes de partir. A finales de febrero de 1540 el ejército de Vázquez de Coronado por fin marcha hacia Cíbola.

Días y días de marcha pasan factura a los aguerridos conquistadores españoles, y no pocos se arrepienten de haberse sumado a la expedición. Todos ellos desean fama, reconocimiento y oro. Algunos, también, desean servir al rey y a Dios. Pocos se imaginaban las interminables horas de marcha y las inclemencias del tiempo al que se ven ahora expuestos. Ninguno contaba con el hambre que les aceda el estómago.
Extenuados y hambrientos, llegan al señorío de Chiametla, explorado y conquistado diez años antes por Nuño de Guzmán. Coronado no desea retrasar su marcha, por lo que envía sin dilación a cuadrillas de soldados a hacerse con alimentos en los pueblos indios de la región. Apenas recuperados de la fatiga y bien alimentados, marchan de nuevo hacia el norte. «La gloria ni espera ni se regala», debe pensar, mientras sueña con emular la del mismísimo Cortés.
Cerca de la villa de San Miguel de Culiacán, fundada nueve años atrás, se topa con el capitán Melchor Díaz y sus hombres, que regresan de Cíbola. Vázquez de Coronado no sale de su asombro ante lo que Díaz le cuenta, e interroga a fray Marcos, que les acompaña en la expedición.
—Cíbola existe, gobernador, no hay duda. Pero es un mísero poblado de unas decenas de casas, y los naturales que allí viven jamás vieron una onza de oro, ni nada que se le parezca —afirma Díaz.
—Deben haberse confundido. Yo contemplé con mis propios ojos la ciudad de Cíbola, gobernador —replica insistentemente el fraile.
—No merece la pena seguir, don Francisco —afirma, rotundo, el capitán.
—Dada la situación, creo que lo mejor es que salgamos hoy mismo hacia Cíbola. En avanzadilla, con nuestros mejores hombres. Ah, y ambos me acompañaréis… Fray Marcos será nuestro guía —afirma, dirigiéndose al fraile—. Capitán Díaz, mande que se preparen ochenta jinetes, veinte soldados a pie y algunos cientos de indígenas. Saldremos de inmediato.
Así, el 22 de abril de 1540, Vázquez de Coronado y sus hombres prosiguen la marcha hacia la mítica ciudad de oro. La consigna es clara e irrenunciable: siempre hacia el norte. Y eso hacen los hispanos, siempre tercos, firmes y valientes cual Quijotes en melancólica misión de exploración. Les embargan, sin embargo, emociones encontradas. Mientras algunos creen a pies juntillas en las palabras de fray Marcos de Niza y en el sueño de las ciudades de oro, otros desconfían del fraile e intuyen que, como afirma el capitán Díaz, todo es una hipnótica ilusión.
Ilusión o no, lo cierto es que el ansia de oro de los exploradores es más fuerte que la sed y el hambre. Vázquez de Coronado y sus hombres no cejarán en su búsqueda de la gloria, el reconocimiento y las riquezas que esperan de Cíbola, por mucho que el capitán más respetado de entre los suyos les jure y perjure que todo es un engaño. «Ni él mismo», piensan muchos, «ha abandonado la expedición, sino que sigue con nosotros hacia el norte». Pero no es la duda la que mueve a Melchor Díaz, sino la lealtad a su jefe, a su monarca y a sus compañeros de armas.
La expedición, incansable, atraviesa el río Petatlán y, tras días de agotadoras caminatas, los soldados sacian su sed en las aguas del río Yaqui, antes de proseguir de nuevo hacia el valle del Ures, donde Coronado funda la ciudad de San Jerónimo. Desde allí parte una pequeña mesnada hacia el oeste, en busca de la costa en la que esperan recibir avituallamientos de la flota de Alarcón, pero no la encuentran. Más hambrientos que nunca, conscientes de que de ahí en adelante solo pueden valerse por sí mismos, Coronado ordena de nuevo «avanzar, avanzar y avanzar».
El desierto de Sonora se muestra arrogante, duro, cruel y despiadado con los conquistadores. «Tal cual los indios nos ven a nosotros», espeta irónicamente al capitán Díaz en una de aquellas infernales y eternas jornadas. A las enormes llanuras desérticas siguen inhóspitas montañas. Los caballos empiezan a morir por decenas, aunque algunos agradecen a Dios la muerte de los corceles. Al menos hoy comerán carne, tras tantos días de privaciones, piensan.

Algunos hombres, cada vez más, caen muertos de sed, de hambre, de cansancio, mientras sus compañeros apenan tiene fuerzas para cubrirles de arena cerca de algún arbusto, de algún cactus que conceda al desdichado la sombra de la que no ha disfrutado en sus últimos días de vida.
Desilusión y furia
Al fin, tras meses de penosa marcha, el ejército de Coronado asiste a su destino. El siete de julio de 1540, Vázquez de Coronado contempla desde la lejanía Cíbola, que se muestra ante él en toda su crudeza. La decepción es mayúscula. La ciudad no es tal, sino un paupérrimo poblado visible a leguas de distancia, ya que algunas de sus chozas están encaramadas sobre un peñasco. Y sí, algunas están hechas de piedra y barro, pero en estado ruinoso. «Ni las más pobres casas de Castilla guardan tal parecido», se lamenta Vázquez de Coronado.
La desilusión cunde entre los conquistadores. Y la rabia. Muchos han arriesgado su patrimonio y sus vidas en aquella empresa, y la ciudad de oro no es más que un engaño de un maldito fraile. Uno de los soldados agarra a fray Marcos de la capucha y le zarandea, roto de cólera.
—¡Maldito embustero, vas a pagar ahora mismo tus pecados ante Dios! —grita, mientras desenvaina su estoque.
—¡Bellaco!, ¡embrollón!, ¡hideputa! —gritan furibundos los conquistadores.
—¡Mátalo! —se escucha en el preciso instante en que Melchor Díaz se interpone entre el acobardado fraile y el estoque del soldado.
—El único que puede impartir justicia es don Francisco, el gobernador —le advierte.
—¡Este maldito canalla nos ha traicionado! Dios sabe que de no ser por usted, este embustero ya estaría muerto —brama el airado soldado, tras apartar la punta de la espada del rostro del capitán.
Vázquez de Coronado reagrupa entonces a los soldados y los organiza para la batalla. Ya habrá tiempo de ocuparse del fraile. Cíbola no tiene oro, ni plata, ni piedras preciosas, pero de buen seguro podrán hacerse con alimentos. «Avanzaremos sin desenvainar, pero a la primera flecha daré orden de cargar», anuncia a sus hombres.
La ciudad está poblada por la tribu zuñi de los indios pueblo, avezados guerreros que, alertados desde hace días del ejército de barbudos, esperan agazapados dentro de sus casas el momento oportuno para atacar. Lo han dispuesto todo para que los cristianos crean que han abandonado la ciudad. Cuando los españoles estén a la distancia precisa, el jefe tribal disparará la primera flecha y, a su señal, todos los guerreros saldrán en estampida a combatir.
Francisco Vázquez de Coronado encabeza la comitiva española. El acero de su coraza centellea majestuosamente a lomos de su caballo. De repente, una lluvia de flechas les da la bienvenida. «¡Santiago y cierra España!», clama el gobernador. Los españoles reaccionan con una descarga cerrada de arcabuces y de ballestas que antecede a la carga a caballo de los conquistadores.
La lucha es terrible. Durante horas se baten españoles y zuñis en Cíbola. La superioridad española es evidente, pero eso no impide que los nativos luchen con valentía; primero a las puertas de la ciudad y, más tarde, calle a calle, casa a casa. Tras tres horas y media de combate, una fortísima pedrada lanzada desde las casas altas del pueblo impacta contra el morrión de Vázquez de Coronado y le derriba. Cuatro, cinco, siete indios aparecen de repente y se lanzan sobre él, que yace inconsciente en el suelo. Díaz llega in extremis hasta ellos y protege a su jefe con formidable arrojo. Se bate contra todos, hasta que al poco aparecen más soldados españoles dispuestos a socorrerle.
Media hora más tarde Vázquez de Coronado se recobra y no da crédito a lo que ven sus ojos: los indios no solo han depuesto las armas, sino que se afanan en ofrecerles abundante agua y comida.
Vázquez de Coronado asienta el campamento español en Cíbola. Allí no les faltarán provisiones, aunque sabe que no debe permanecer demasiadas semanas en la ciudad. Es consciente de que muchos de los derrotados han buscado refugio en los pueblos vecinos y podrían estar organizando un ejército contra ellos. Durante todo ese mes de junio, Vázquez de Coronado y sus capitanes sopesan qué hacer a partir de entonces. Si regresan a Nueva España se les considerará derrotados. A fin de cuentas, volverían sin siquiera un miserable grano de oro y habiendo conquistado para el rey una ciudad de adobe y piedras. Si deciden seguir, su suerte puede ser parecida a la del infortunado Cabeza de Vaca, que vagó durante años sin ton ni son por los territorios indios de Norteamérica.

—Si volvemos, nadie recordará nuestra gesta —opina uno de los capitanes ante el cuartel general del gobernador.
—Si no lo hacemos, ¿a dónde dirigirnos? —se pregunta otro.
—Os diré lo que haremos —afirma Vázquez de Coronado—: el capitán Tristán de Arellano, con el grueso de nuestro ejército y el resto de provisiones, no debe estar a más de diez días de distancia. Mientras les esperamos, enviaré tropas de exploración en todas direcciones. Después, decidiremos.
—¿Y qué será del fraile, gobernador? —lanza el capitán Díaz.
—Daré buena cuenta del engaño de ese zascandil ante el virrey y ante el mismísimo Felipe II. De hecho, ya he escrito una carta a nuestro rey haciéndole saber que lo único cierto de su testimonio es el nombre de la ciudad —tercia Coronado.
A partir de ese momento la fortuna de la expedición cambia, aunque ninguno de los conquistadores, ni siquiera el propio gobernador, sea jamás consciente de ello. No se hacen con las siete ciudades de oro, es evidente, pero se ganarán la gloria de ser los primeros occidentales en explorar extensos y desconocidos territorios de Norteamérica.
Tres son los capitanes elegidos por Coronado para liderar las exploraciones: el capitán Hernando de Alvarado se dirige al este, Pedro de Tovar se dirige al oeste y García López de Cárdenas, al noroeste.
Alvarado descubre una serie de asentamientos de los indios pueblo, a los que ya derrotaron en Cíbola, asentados en un fértil valle entre el río Bravo y el río Pecos. El pueblo más importante es Tigüex, y tan productiva es la zona que no les será difícil conseguir provisiones de los indios. Además, en el valle pastan a sus anchas miles de «vacas corcovadas», las mismas de las que ya informó Cabeza de Vaca años atrás, le informa Alvarado a Vázquez de Coronado.
¿Pero qué es de los otros dos grupos? Mientras los de Tovar se adentran en el desierto y exploran la meseta de Colorado, López de Cárdenas descubre el Cañón del Colorado. Habrían de pasar más de tres siglos para que otros occidentales contemplaran de nuevo ese majestuoso enclave natural.
Imaginemos ese momento. El capitán López de Cárdenas y los veinticinco conquistadores que conforman el grupo llevan tres semanas explorando lo que parece ser un vastísimo e inhóspito páramo. Apenas han encontrado pequeños bosques en su camino, anecdóticos oasis de vida de un desierto inabarcable. Hasta entonces no han encontrado a su paso nada más que serpientes, silencio, tierra colorada y un cielo azul infinito.

De pronto, García López de Cárdenas detiene su caballo y susurra un «Dios mío…» que pueden oír la mayoría de sus hombres. Uno a uno van parándose junto a él, sobrecogidos y maravillados por lo que contemplan sus ojos. Están ante una garganta ancha y profundísima, de unos treinta kilómetros de ancho y kilómetro y medio de profundidad, bajo la cual fluye impetuoso el río Colorado. López de Cárdenas y sus hombres dejarán constancia de su descubrimiento, aunque les será imposible reflejar con palabras la impactante belleza del Gran Cañón.
Avancemos de nuevo unos días. Tras escuchar los informes de los tres capitanes, el gobernador se decanta por seguir la ruta de Alvarado. Es decir, avanzar hacia Tigüex y pasar allí el invierno.
El grueso de la expedición, con el gobernador a la cabeza, se pone nuevamente en marcha. Si Cabeza de Vaca y los suyos avanzaron siempre hacia el oeste en busca del mar del Sur de Balboa, los aguerridos conquistadores de Coronado lo hacen hacia el noreste, explorando tierras desconocidas. A la postre, Tigüex se levanta en la ribera del río Grande y ese es el siguiente objetivo.
Las jornadas resultan agotadoras. Cada vez les quedan menos caballos y las botas de los españoles acumulan cientos de leguas, por lo que el avance resulta cada día más penoso. No tienen alternativa, ya que el tiempo es cada vez más riguroso y desapacible: el invierno acecha.
Llegados a Tigüex, la bienvenida de los indios parece amistosa. «Al menos, no nos han preparado una emboscada como en Cíbola», confiesa Vázquez de Coronado a sus más fieles capitanes. Sin embargo, es solo cuestión de tiempo que los indios se levanten contra los españoles, que exigen cada vez más víveres y alimentos. Se desata entonces la primera guerra entre europeos e indios en lo que actualmente es Norteamérica, conocida como la Guerra de Tigüex. Y esta vez, Coronado y los suyos no se enfrentan a una batalla esporádica, como la de Cíbola. Toda una confederación de indios pueblo se une contra los barbudos llegados del sur, el enemigo común.

Los españoles pasan el invierno en Tigüex, lidiando día sí y día también con emboscadas, sabotajes, robos de caballos e incluso batallas abiertas contra los guerreros pueblo. Los españoles responden con saqueos y la toma de ciudades. Es precisamente en una de esas expediciones de castigo cuando, ya vencido el temido invierno, se les presenta una nueva quimera. Los hombres de Vázquez de Coronado acaban de vencer a un ejército de nativos y, entre el pequeño grupo de soldados rendidos, se encuentra un esclavo de los pueblo. De tez especialmente oscura, los conquistadores pronto le apodan el Turco. A los pocos días, y con la ayuda de un traductor, el Turco pide reunirse con el gobernador español, a lo que Vázquez de Coronado accede, acompañado de algunos de sus capitanes.
—Sé que buscáis oro y riquezas, señor.
—¿Acaso conoce alguna ciudad así? —le interroga Coronado.
—Como bien sabéis, yo mismo soy un extranjero en estas tierras de salvajes. Provengo de Quivira, hacia el este, una tierra increíblemente rica, tanto que nuestras casas son de oro y piedras, tan brillantes como el sol de mediodía —continúa «el turco».
—¿Por qué nos reveláis esa información? —le interrumpe Hernando de Alvarado.
—Porque quiero regresar a mi tierra, y no me importa guiaros hasta allí. Llevo demasiados años sirviendo a los pueblo como esclavo y sé que mis compatriotas estarán dispuestos a aceptar a vuestro rey. Compartimos enemigos —sonríe el Turco.
Brilla el sol de primavera del año del Señor de 1541 y Vázquez de Coronado y los suyos marchan nuevamente hacia el este, siempre guiados por el Turco, tras dejar un pequeño destacamento de soldados en Tigüex que les asegure los suministros y la retaguardia. Tras cuarenta días de marcha, entre los actuales estados de Oklahoma y Kansas, Vázquez de Coronado reúne a sus capitanes. Los soldados se quejan de las duras condiciones del camino, del hambre, de la sed, del esfuerzo que supone avanzar continuamente «hacia la nada», como afirman ya muchos. El descontento empieza a extenderse entre los hombres, que no confían en el Turco.
Si hay algo que temen los españoles es que esa marcha hacia oriente no sea más que una estrategia de los indios para alejarles cada vez más, hasta que mueran de hambre o de agotamiento. Y bien sabe Dios, afirman, que no les afecta el dolor físico y que están dispuestos a resistir cualquier dificultad, cualquier padecimiento. No les importa la muerte, siempre que les mueva la esperanza de gloria y riqueza, la pasión del «oro». Y esa esperanza se desvanece cada día más… Cada vez menos soldados confían en el Turco.
—He decidido que el grueso de la expedición regrese a Tigüex— informa a sus capitanes—. A decir verdad, yo tampoco me fío del Turco y no deseo exponer más a nuestros bravos soldados.
—Denos la orden y la cumpliremos —interviene don Pedro de Tovar.
—Yo seguiré hasta Quivira con treinta hombres: los más fuertes y sanos, los que más desean aún encontrar la ciudad de oro de la que nos habla el Turco. —Es nuestra última baza para alcanzar la gloria. Sea como sea, la suerte está echada. Todos los demás volveréis a Tigüex, y allí esperaréis nuestro regreso —manda don Francisco Vázquez de Coronado.
Vázquez de Coronado y sus treinta voluntarios, como modernos argonautas, recorren kilómetros y kilómetros, atraviesan las grandes llanuras norteamericanas siglos antes de que lo hicieran los estadounidenses durante las guerras indias. Aquel grupo desconoce entonces que es privilegiado: en su viaje observan asentamientos de indios de las praderas, una imagen que les conmueve. Hasta entonces ninguno de ellos ha conocido a tribus nómadas, siempre rodeados de vastas e inacabables llanuras, habituados a la soledad más absoluta, en perfecto equilibrio con la naturaleza. Se admiran de sus casas, los tipis, jamás antes vistas por europeo alguno. Les fascina la visión de cientos de bisontes atravesando al galope las inabarcables praderas y el rugir del río Arkansas, tan impetuoso como bello, moteado de pequeños bosques que crecen alrededor de su ribera.
Tras semanas de marcha, arriban al río Kansas, y es entonces cuando el Turco les informa que ya están cerca, muy cerca de Quivira. Por fin, un atardecer de 1541, el guía indio les indica que solo unas pocas leguas les separan de la ciudad de oro, del tan ansiado Eldorado.

Nada indica riquezas a su alrededor, pero unos minutos más tarde, Vázquez de Coronado observa en la lejanía lo que parecen ser unos tejados resplandecientes, cubiertos de oro macizo. «¡Ahí, ahí, ya llegamos!», brama, arrebatado de felicidad. Avanzan al galope, cada vez más imbuidos de una locura arrebatadora. Gritan, ríen, lloran, ululan de dicha. Cuando llegan al poblado, sus semblantes no muestran más que un triste sarcasmo, ironía mordaz de su destino.
Lo que parecían tejados que resplandecían bajo una cubierta de oro no era, en realidad, más que otro cruel espejismo: el brillo de las hogueras reflejado en el interior de los hogares de adobe creaba extrañas reverberaciones de luz que podían verse a algunas leguas de distancia.
El desencanto de los conquistadores es mayúsculo, pero a pesar de ello toman posesión de la villa en nombre de la corona española, sin resistencia y ante la incredulidad de los nativos, que no dan crédito a lo que ven sus ojos: treinta hombres blancos, barbudos, vestidos con armaduras impenetrables que arriban al pueblo a lomos de extraños e impresionantes animales. «Perdonadme, solo deseaba volver junto a los míos», implora el Turco. Vázquez de Coronado, insensible a sus súplicas, ajusticia al Turco en la misma Quivira e inician el regreso a Tigüex por el mismo camino por el que llegaron. El retorno es agónico: temen que les agarre el invierno en mitad de esas enormes praderas, a merced del viento, la lluvia y el frío, pero arriban a su destino a tiempo.
Meses más tarde, en abril de 1542, algunos de los capitanes españoles entran en tropel, visiblemente nerviosos, en la vivienda que ocupa el gobernador en Tigüex. Vázquez de Coronado guarda reposo en un camastro desde semanas atrás, obligado por una aparatosa caída del caballo.
—Los indios de la Nueva España se han levantado en armas, gobernador. Hemos sido informados de ello por los últimos soldados que venían a retaguardia, con los últimos abastecimientos enviados desde la frontera —le informa uno de sus capitanes, jadeando.
—¿Cuándo fue eso? —pregunta, alarmado, Francisco Vázquez de Coronado.
—Hace unos minutos —responden Alvarado y García López de Cárdenas.
—No queda otra que volver. ¡Aprisa, avisen a los hombres! —ordena el gobernador.
Tras meses de acuciante marcha llegan a Nueva España, recorriendo la misma ruta que habían seguido dos años antes. Pero para sorpresa de Vázquez de Coronado, la revuelta ya está prácticamente sofocada. El virrey Antonio de Mendoza se ha ocupado personalmente de pacificar el reino de la Nueva Galicia.
En las calles y plazas que atraviesan de camino a Compostela son recibidos con indiferencia, incluso con disimulado sarcasmo. Han vuelto solo cien de los más de trescientos españoles que iniciaron la expedición y lo han hecho sin oro, sin gloria y sin reconocimiento. «Dos años y doscientos hombres a cambio de conquistar unas pocas villas de adobe y paja», se escucha en los mercados y plazas.

Vázquez de Coronado continua en su cargo de gobernador hasta el verano de 1544, fecha en que es sometido a juicio de residencia por el virrey, su antiguo benefactor. A la postre, la expedición a Cíbola ha sido un fracaso estrepitoso: no se ha dado con las siete ciudades de oro y se han malgastado miles de maravedíes y cientos de hombres en la exploración de unas tierras demasiado lejanas y demasiado yermas. Absuelto de todos los cargos, vuelve a ciudad de México, donde morirá diez años después.
Aún hoy nos subliman los descubrimientos geográficos que le debemos a Coronado y a sus hombres. Argonautas modernos; les movía la avaricia, el afán de riqueza, la fama y la gloria, sí. Pero también es cierto que protagonizaron, cual ilusos Quijotes, una de las mayores epopeyas de América. Sin duda, la de Vázquez de Coronado fue la expedición más exitosa de las que, en su momento, se dieron por fracasadas.
* Este artículo fue originalmente publicado en la edición impresa de Muy Historia.