El atardecer del 29 de septiembre de 1513 despunta en el horizonte. Vasco Núñez de Balboa, un hidalgo extremeño de cuarenta y tres años, observa el infinito mar que baña el horizonte ante el silencio sepulcral de sus hombres.
A orillas del océano Pacífico, estos pocos conquistadores llegados allende los mares contemplan el azul bruñido de una masa de agua desconocida hasta entonces a ojos de los europeos. Soldados llegados al Nuevo Mundo desde todas las tierras de España, estos veintisiete aventureros son la esencia misma de la historia del solar ibérico: siglos y siglos de combates entre castellanos, aragoneses, portugueses, navarros… Y entre estos, orgullosos y soberbios cristianos viejos, con los aguerridos musulmanes arribados del norte de África.

Vasco Núñez, descendiente de los señores del castillo de Balboa, avanza lentamente hacia la lámina de agua que baña la playa al son del suave oleaje. Por fin, ante la mirada de esos pocos elegidos por la providencia, se muestra en toda su plenitud el mar donde han de reposar, a millas de distancia, las ansiadas islas de las Especias, los confines de Asia. Más allá, mucho más allá, tras vencer el temible cabo de Buena Esperanza, aguarda la tierra de la que partieron años ha. Y en ella, el honor inmemorial de su gesta.

El de Jerez de los Caballeros, ataviado con peto y morrión, como si ante el nuevo océano le aguardaran centenares de soldados enemigos, blande en alto su espada mientras con la mano derecha sostiene un estandarte con la imagen de la Virgen María y el escudo de Castilla. En el acero del conquistador reverberan las últimas luces de una jornada que será histórica para Occidente y el mundo entero. Con paso solemne, se adentra hasta las rodillas en el océano y proclama, altivo, la soberanía de los Reyes de España sobre el océano recién descubierto, el mar del Sur.
Balboa y sus 26 hombres
El escribano Valderrábano, uno de los veintiséis hombres presentes aquella tarde de 1513, deja testimonio directo de esa proclama histórica: «Vivan los muy altos e poderosos señores reyes don Fernando e doña Juana, en cuyo nombre e por la corona real de Castilla tomo e aprehendo la posesión real e corporal e actualmente destas mares e tierras, e costas, e puertos, e islas australes…» pregona el de Balboa al cielo austral.
Tras interpelar, desafiante, a sus hombres sobre si alguno de ellos se opone a la soberanía de Fernando e Isabel, les pregunta si están dispuestos a defender las nuevas posesiones reales con sus vidas, obteniendo por respuesta una rotunda afirmación unánime. Balboa, el hidalgo extremeño de rancia sangre leonesa, no puede estar más satisfecho con sus hombres. Ordena al escribano que tome acta formal de posesión y que incluya en ella el nombre de todos los presentes. Estos veintiséis soldados, más el escribano Valderrábano, son los primeros europeos en rematar el objetivo que no pudo concluir Cristóbal Colón: encontrar la enorme masa de agua que llevará a las peligrosísimas y rudimentarias naos y carabelas hasta las islas de las especias, pero navegando siempre hacia el oeste, por la ruta del Atlántico, sorteando así la ruta portuguesa que circunnavega África.

Balboa alcanza la gloria ese 29 de septiembre de 1513, pero jamás lo habría conseguido por sí solo. Su nombre ha pasado a la historia de los descubrimientos, pero no así los de la mayoría de sus hombres, unos ciento noventa soldados. Aunque, gracias al diario de Valderrábano, sí sabemos quiénes eran los veintiséis aventureros que le acompañan en aquel preciso e inmortal instante: Andrés de Vera, Francisco Pizarro, Bernardino de Morales, Diego Albítez, Rodrigo Velázquez, Fabián Pérez, Francisco de Valdenebro, Francisco González de Guadalcama, Sebastián de Grijalva, Hernando Muñoz, Hernando Hidalgo, Álvaro de Bolaños, Ortuño de Baracaldo, Francisco de Lucena, Bernardino de Cienfuegos, Martín Ruiz, Diego de Texerina, Cristóbal Daza, Juan de Espinosa, Pascual Rubio de Malpartida, Juan de Portillo, Juan Gutiérrez de Toledo, Francisco Martín y Juan de Beas.
Aquellos veintisiete hombres beben del agua que baña el golfo de San Miguel, bautizado así precisamente porque fue descubierto el día de san Miguel, y tras dar gracias a Dios por ser salada, graban una serie de cruces en los árboles y arbustos que rodean la playa. Aquellos elegidos no saben que su recién descubierto «mar del Sur» es el de mayor extensión del planeta. También desconocen que en sus extremos norte y sur solo existe el blanco perpetuo del hielo: un mar congelado, el Ártico, al norte; y un continente helado, la Antártida, al sur. Nada conocen, tampoco, de las cerca de veinticinco mil islas que alberga, ni de los casi veinte mil kilómetros de océano, olas y azul inmenso que separan las costas de la actual Colombia de las playas de Indonesia.
Primeros años y formación de Vasco Núñez de Balboa
Origen noble y juventud en Jerez de los Caballeros
Dejemos las costas panameñas de aquel 29 de septiembre de 1513, día de San Miguel, y viajemos hasta la localidad extremeña de Jerez de los Caballeros, allá por 1475. En una de sus casas nace Vasco, cerca de la iglesia de san Bartolomé, en la que es bautizado. Hijo de Nuño Arias de Balboa, un hidalgo cuyos orígenes familiares se hunden en las brumas de la reconquista, sí que sabemos que sus antepasados fueron los señores del castillo galaico-leonés de Balboa, cerca de Villafranca del Bierzo. De buen seguro, Nuño enseña a sus hijos los valores de toda familia hidalga, cristiana, valiente, aventurera.

Vasco pasa pronto a servir en la casa de los Portocarrero, nobles de alta alcurnia que habitan una de las casas principales de Jerez de los Caballeros. Da la casualidad de que los Portocarrero son además señores de Moguer. No es baladí recordar que Moguer era una villa marinera que adquirió protagonismo en las expediciones al continente recién descubierto. Así que el joven Vasco pronto aprende a leer, a escribir y a manejar diestramente la espada, como escudero de tan noble familia. Y lo que es más importante: las noticias acerca de los descubrimientos de Colón y de las expediciones a las Indias le llegan de primerísima mano.
Y es que aquellos son tiempos convulsos, en los que la reconquista cristiana de toda la península llega a su fin con la conquista de Granada. Poco después arriba también la noticia del descubrimiento de un Nuevo Mundo. No es difícil imaginar al joven Vasco, de apenas quince años, compartiendo tardes de juego y noches de ensoñaciones con sus hermanos Gonzalo, Juan y Álvar durante aquel año universal de 1492.
Vasco Núñez de Balboa, ya adolescente, se lanza a perseguir la gloria. Cuenta apenas con veinticinco años, pero su falta de experiencia la compensa con una determinación desmedida. Su primera parada es Sevilla, el epicentro de las expediciones a Indias.
La materialización de sus sueños
Todo aventurero que se precie, en las postrimerías del siglo XV, debe pasar en algún momento por la ciudad del Guadalquivir, la más cosmopolita de las ciudades europeas de aquel momento. Bulliciosa y con carácter, de arquitectura mestiza, islámica y cristiana, Sevilla cuenta ya a inicios del siglo XVI con unos sesenta mil habitantes. La ciudad hispalense está en constante expansión y para cuando Vasco arriba a sus calles, hacia el año 1500, se ha convertido en el nexo entre Europa y el Nuevo Mundo, en la puerta a las Indias, en la urbe más importante del naciente Imperio español.

Es allí, en tierras andaluzas, donde sus ensueños empiezan a cobrar cierta consistencia, al calor de las conversaciones en las tabernas, plazas y puertos de Sevilla y Cádiz con aventureros, marineros y soldados llegados de todas las villas, pueblos y aldeas peninsulares que, como él, desean partir hacia las tierras recién descubiertas por Colón más allá del mar.
Primera expedición a América en 1501
Desde Cádiz, la antigua Gadir fundada por los fenicios, la sempiterna urbe volcada al mar y al comercio, la ciudad desde la que partió Aníbal Barca hacia la conquista romana, es desde la que Vasco Núñez de Balboa parte hacia la incógnita América, enrolado como escudero en la expedición de Rodrigo de Bastidas y Juan de la Cosa. Estamos en marzo de 1501, y sin duda aquella iniciática aventura marcará el destino de Vasco. Aunque mejor, no nos adelantemos ocho años.
En esa primera expedición Núñez de Balboa comparte aventuras, desventuras y descubrimientos geográficos con otro ilustre, el mismísimo Juan de la Cosa. El cántabro es uno de los navegantes y cartógrafos más afamados de su época. De hecho, participó en siete de los primeros viajes a América y a él se debe el primer mapamundi en el que aparece representado el continente americano. La partida de aventureros liderada por Bastidas y Juan de la Cosa recorre la costa atlántica de las actuales Colombia, Venezuela y Panamá durante meses a bordo de una nao, una carabela y un bergantín, antes de dirigirse hacia la isla Española, actual Santo Domingo y Haití, desesperados por el mal estado de las naves. Naufragan cerca de Puerto Príncipe, aunque consiguen llegar a pie a Santo Domingo, epicentro del poder europeo a inicios de la conquista y colonización española de América.

Durante los siete años siguientes, nuestro protagonista participa en la conquista de algunos territorios de la isla y es recompensado con tierras en Salvatierra de la Sabana (hoy Les Cayes, en Haití), población que contribuyó a fundar. Además, trata de ganar fortuna en la isla criando cerdos, aunque su negocio acaba siendo un rotundo fracaso. Endeudado en demasía, su destino parece ser el mismo que el que había aguardado a su padre en las ya lejanas tierras extremeñas: ser un hidalgo anónimo y empobrecido. A fin de cuentas, a causa de sus numerosísimas deudas, Vasco tiene prohibido abandonar la isla, así como participar en cualquier expedición al continente.
Pero el hijo de Nuño de Balboa, a diferencia de su padre, posee una determinación inquebrantable. Y hace lo impensable: esquiva a sus acreedores y se embarca como polizón en la flota del bachiller Martín Fernández de Enciso. Y no lo hace solo: lo hace junto a su fiel can: Leoncico. Leoncico y Núñez de Balboa; Núñez de Balboa y Leoncico. Tan inseparables como Alejandro Magno y Bucéfalo o el Cid Campeador y Babieca.
Detengámonos un momento. Nuestro extremeño universal ya no es solo un imberbe hidalgo soñador que ahoga sus días y sus noches como escudero en Jerez de los Caballeros. Para entonces, a sus treinta y cuatro años, Vasco es ya un hombre hecho y derecho, duro, fuerte y apuesto. El padre Bartolomé de las Casas, que lo conoce bien, le describe como un hombre «bien alto y dispuesto de cuerpo, y buenos miembros y fuerzas, y gentil gesto de hombre muy entendido». Es, además, «mañoso, animoso y de muy linda disposición y hermoso gesto y presencia».
Ascenso en el Nuevo Mundo: de polizón a fundador
Volvamos de nuevo al 13 de septiembre de 1510. Tras leer a Bartolomé de las Casas, no sorprende que cuando Fernández de Enciso descubre al polizón de Balboa y a su perro, decida sumarlo a su tropa. Aunque en honor a la verdad, el bravo de Vasco está a punto de ser abandonado en alguna de las islas desiertas que jalonan la ruta entre Santo Domingo y Colombia. Llegados a este punto, a pocos días de que la flotilla del bachiller arribe a las costas colombianas, debemos aclarar que el objetivo de la expedición no es otro que el de socorrer al capitán Alonso de Ojeda que, meses atrás, había fundado el fuerte de San Sebastián de Urabá en el golfo del mismo nombre. Desde entonces, nada se sabe de la suerte de aquellos aventureros y en la isla Española sus compatriotas se temen lo peor.
Cuando los tres barcos de Enciso recogen velas ante la costa del golfo de Urabá, no encuentran más que una pequeña parte de los hombres de Ojeda. Francisco Pizarro, el hombre al que Ojeda ha puesto al mando del asentamiento español, narra lo sucedido a sus providenciales salvadores: el lugar escogido para fundar el fuerte español es insalubre, los indios que habitan la zona son extremadamente belicosos y además utilizan flechas envenenadas que diezman a los españoles día sí y día también.

Ante la desesperada situación de sus hombres, Ojeda abandona el fuerte confiando en encontrar refuerzos. Es entonces cuando pone al mando a Pizarro y le da libertad de actuar como considere si él no ha vuelto en cincuenta días, tiempo que ya ha transcurrido con creces cuando Pizarro y los pocos sobrevivientes de la expedición de Ojeda atisban las velas de las embarcaciones de Enciso en el horizonte. Providencial visión, sin duda, para aquellos desesperados, parecida a la que debió sentir Rodrigo de Triana el 12 de octubre de 1492 al avistar el Nuevo Mundo desde su puesto de vigía en la carabela Pinta, a las órdenes de Cristóbal Colón. La historia de Pizarro y los suyos llena de pesadumbre a todos los presentes, excepto a Balboa, a quien el fracaso de los hombres de Ojeda no va a hacer desistir tan fácilmente de su afán de riquezas y gloria. Nada ni nadie le espera de vuelta en Santo Domingo, salvo acreedores.
Tras las malas nuevas, Enciso y sus hombres deben decidir si regresan a La Española o bien se arriesgan a fundar otro asentamiento. Los ánimos de la mayoría de aquellos valientes marinos y aventureros parecen decantarse por volver a la seguridad de Santo Domingo y posponer la misión colonizadora algunos meses, al menos hasta que Balboa pide la palabra. Ante la incredulidad de algunos, aquel polizón les cuenta que conoce aquellas costas, y lanza una sugerencia que les es muy difícil rechazar. Sus palabras no distan mucho de las que narra el padre Las Casas:
«Yo me acuerdo, que los años pasados, viniendo por esta costa con Rodrigo de Bastidas a descubrir, entramos en este golfo, y a la parte de occidente, a mano derecha, según me parece, salimos en tierra y vimos un pueblo de la otra banda de un gran río, que tenía muy fresca y abundante tierra de comida y la gente de ella no ponía veneno en sus flechas».
El Esgrimidor
Con estas providenciales palabras, Balboa infunde a todos y cada uno de sus compañeros toda su osadía e intrepidez. La decisión es unánime: se lanzan a la aventura. La suerte está echada.
No les es difícil localizar el enclave que recuerda Vasco, una exuberante llanura a orillas de un río de nívea arena, rodeado de suaves colinas, zonas pantanosas y selva, mucha selva. Es allí, en la quintaesencia del Darién, donde Enciso y sus hombres fundan la primera ciudad de América: Santa María la Antigua, nombre dado en honor a la virgen de la Antigua de la catedral de Sevilla.
Fuga a Panamá y fundación de Santa María la Antigua del Darién
Pero la fundación de Santa María del Darién, como toda buena epopeya, viene precedida de un breve combate entre los hombres llegados de allende los mares y los naturales de la zona, liderados por el cacique Cémaco. A pesar de que el combate es breve, Vasco Núñez de Balboa tiene la oportunidad de demostrar sus cualidades como soldado, que tan diestramente había aprendido durante sus años de escudero de los Portocarrero, en su Extremadura natal. Su deslumbrante bravura y el manejo sin igual de la espada le valdrá el mote de el Esgrimidor y, lo que es más importante, convencerá a sus compañeros de que están ante un líder nato. Esa breve, brevísima escaramuza, es el inicio de su carrera hacia la gloria.

El bachiller Enciso, mucho más precavido y formalista que Balboa, pronto se enemista con sus hombres al prohibirles, so pena de muerte, repartir el botín de oro capturado a los indígenas, bajo la excusa de que tal prerrogativa es solo potestad del gobernador Ojeda. La reacción de los expedicionarios, liderados ahora ya sí por Balboa, no se hace esperar: dado que están muy lejos de las tierras bajo jurisdicción de Ojeda, alegan que deben crear un cabildo que gobierne la ciudad recién fundada, y el alcalde elegido no es otro que Núñez de Balboa. Desde ese año de 1510, y hasta 1514, Vasco gobierna Santa María la Antigua del Darién tratando de entablar alianzas y buenas relaciones con los pueblos indígenas de la zona, lo que le ayudará, a la postre, a descubrir para los europeos el océano más extenso del planeta.
Viajemos ahora unos pocos meses más tarde. El advenedizo Diego de Nicuesa, primero, y Enciso, después, tratan de reclamar el cargo de gobernador de esas tierras del Darién recién ocupadas, pero ambos fracasan. El primero muere, ahogado, de camino a La Española, y el segundo no es capaz de hacer valer sus argumentos ante el virrey Diego Colón. De hecho, el virrey concede a Balboa el cargo de gobernador interino, lo que supone el espaldarazo definitivo al liderazgo del hidalgo extremeño.
Vasco Núñez de Balboa, que de acreedor en La Española y polizón en la expedición de Enciso ha pasado a ser fundador y alcalde de la primera ciudad fundada en América —y ahora incluso gobernador del Darién—, sigue adelante, con mayor ímpetu si cabe, en su afán de gloria. Empeñado en ampliar los territorios bajo su mando, dirige una serie de partidas militares en las que se enfrenta a los caciques que desconocen su liderazgo y, con ello, la soberanía española de la región.
Su joven amante y consejera, Anayansi
Uno de los caciques a los que se enfrenta, a mediados de 1511, es Careta. Este se niega a entregarle alimentos, a lo que Balboa reacciona apresándolo. Careta, preso y consciente del poder militar de los recién llegados, cambia rápidamente de parecer y se alía con Balboa: les proveerá de comida a cambio de que los hombres blancos le ayuden en su guerra contra el cacique vecino, Ponca. Vasco accede y, para sellar el pacto, acepta a la hija del cacique, Anayansi de tan solo trece años, como su amante. A cambio, el jefe indígena es bautizado y pasa a llamarse Fernando, en honor al rey católico.

Balboa, fiel a su palabra, guerrea con Ponca y, tras vencerle, se dirige a las tierras del cacique Comogre, otro enemigo tradicional de Careta. Comogre, alertado del poder de los españoles, les recibe con abundante oro, comida e incluso les obsequia con setenta esclavos, además de ofrecerse él mismo a ser bautizado bajo el nombre de Carlos. En esas están cuando Panquiaco, el primogénito del cacique, les habla a los españoles de la abundancia de oro que existe en las tierras de Tubanamá, a únicamente una semana de marcha, en dirección al «otro» mar.
Es ese uno de los momentos estelares en la vida de Balboa y de los hombres que lo acompañan. Quieren oro y riquezas; pero si hay algo aún más preciado que el oro para un español del siglo xvi, es la inmortalidad que concede la gloria. Y la gloria se mide por la grandeza de sus actos. Panquiaco ha nombrado el «otro» mar, y ese otro mar no puede ser otro que el mar de las especias, el que tanto y tan infructuosamente, había buscado Colón. Quien descubra ese mar conseguirá lo que no alcanzó ni el mismísimo Almirante de la Mar Océana.
Pimienta, canela, clavo, cardamomo, nuez moscada… Las especias, el tesoro de las Indias Orientales, las mercancías más valoradas en el viejo continente. Quien descubra para sus monarcas ese «otro» mar que llevaba al Lejano Oriente, conseguirá una gloria imperecedera que se agigantará a medida que se abran nuevas rutas comerciales marítimas, gracias a su descubrimiento. En ese preciso instante vislumbra Vasco Núñez de Balboa, con los mismos ojos profundos y soñadores de su infancia, el destino que le aguarda desde siempre. A partir de entonces su reto está claro, clarísimo, y a eso se dedicará en cuerpo y alma.
Alianzas estratégicas con los indígenas
Durante los siguientes meses, Núñez de Balboa se esfuerza en afianzar aún más las alianzas políticas con los jefes indígenas de la zona del istmo de Panamá. Al fin y al cabo, cuantos menos enemigos se interpongan en su camino a la gloria, mejor que mejor. Por fin, tras recibir refuerzos desde La Española, el primero de septiembre de 1513 parte hacia su destino.
En su osada aventura Vasco no va solo: le acompañan ciento noventa aguerridos españoles y cerca de un millar de sufridos y valerosos indígenas, todos dispuestos a entregar sus vidas, en un sublime e hipnótico aquelarre de valor, en pro de una hazaña mayor. No es difícil imaginar al ejército de conquistadores, armados para la batalla, enfrentándose no a un ejército de enemigos sino a implacables huestes de mosquitos, calor, humedad e impenetrable vegetación, atravesando los pantanos, selvas y montañas del istmo de Panamá en una marcha de semanas.
Tras diecisiete días de marcha, Balboa y sus compañeros se enfrentan al ataque de los nativos, que les sorprenden al pie de las últimas colinas que les separan del océano Pacífico. Es allí donde Balboa se enfrenta a las huestes del cacique Torecha, su penúltimo obstáculo en su camino al infinito azul del mar de las especias. Es una batalla dura, feroz, tal y como relatan las crónicas, pero finalmente los españoles se imponen a los nativos. Todo ocurre rápido: en el mismo momento en que Torecha es vencido y muerto, sus hombres deponen las armas y se unen como aliados a los recién llegados.

El descubrimiento del océano Pacífico
Ese 23 de septiembre de 1513 los nativos informan a Balboa y a sus hombres de que el tan ansiado y desconocido mar que con tanto fervor anhelan está tras la cordillera que se yergue algo más allá, a apenas unos kilómetros de distancia. Según aseguran los guías indígenas que le acompañan, desde la cima de la cresta más cercana los europeos podrán contemplar por fin, y por primera vez, el anhelado océano. Balboa decide entonces dejar a la mayoría de sus soldados en aquel fértil valle —quizá recela de la lealtad de los nativos a los que acaban de vencer—, y avanzar él mismo junto a sesenta y seis de sus mejores hombres hacia aquellas montañas que se alzan ante ellos.
El avistamiento del Pacífico el 25 de septiembre de 1513
Dos días más tarde, a las diez de la mañana, uno de los indígenas se dirige a Vasco y le indica una colina a apenas unas decenas de metros de distancia de donde se encuentran. Desde allí podrá ver el mar ignoto, le susurra. Es entonces cuando el de Jerez de los Caballeros se adelanta al resto de su tropa y corona la cima, orgulloso, junto a su fiel Leoncico.
Nuestro cronista, Valderrábano, inmortaliza el momento de la siguiente manera: «Y en martes veinte y cinco de aquel año de mil e quinientos y trece, a las diez horas del día, yendo el capitán Vasco Núñez en la delantera de todos los que llevaba por un monte raso, vio desde encima de la cumbre de él la mar del Sur antes que ninguno de los cristianos compañeros que allí iban». Balboa contempla el horizonte durante unos pocos minutos, que se tornan eternos para los que le aguardan unos metros más abajo, hasta que por fin se vuelve hacia sus hombres y les ordena que avancen… si es que desean contemplar, como él, el anhelado mar de las especias.
Jadeos, gritos, vítores… Los ánimos de los sesenta y seis afortunados estallan, incapaces de contener la alegría ante la visión que tienen ante sí: una inabarcable lámina de agua que baña el horizonte. Efectivamente, han descubierto, para Occidente, el mar que se le había resistido al mismísimo Colón.
Proclamación de soberanía para la Corona española
Allí mismo talan los hispanos un árbol, hacen con su madera una gran cruz en la que graban el nombre de los Reyes Católicos y la clavan en la cumbre, entre los dos mares, mientras el padre Valderrábano entona un Te Deum Laudeamus. Balboa, agradecido, ordena al padre y escribano que inmortalice el nombre de los sesenta y siete españoles que han contemplado el mar del Sur en aquella jornada histórica. Lo mismo hará de nuevo unos días más tarde, al tomar posesión del mar del Sur, a pie de playa, ante el vaivén de las olas del océano Pacífico.
Lo que ocurre después ya lo sabemos. Ese 29 de septiembre de 1513, tal y como hemos presenciado al inicio del relato, Núñez de Balboa y sus hombres se adentran en las aguas del mar del Sur y toman posesión de él, en nombre de Isabel y Fernando, reyes de Castilla y Aragón. La gloria es ya suya y de sus hombres. Han grabado con letras de oro sus nombres en las páginas de la historia. Si Vasco Núñez de Balboa alcanza aquel 29 de septiembre el destino que ha perseguido toda una vida, ¿qué más puede depararle el futuro?
Sus siguientes cinco años son igualmente intensos. Nombrado adelantado del mar del Sur por el mismísimo rey Católico, dedica todos sus esfuerzos a ampliar los dominios de la Corona en el istmo de Panamá. Su joven amante Anayansi, la hija del cacique Careta, se convierte en su más firme aliada y consejera y el extremeño se deja aconsejar por ella. Juntos consolidan alianzas con la mayoría de pueblos de la zona, hasta que la llegada de un nuevo gobernador, Pedrarias Dávila, lo cambia todo.
Pedro Arias de Ávila, que tal es el nombre completo del gobernador enviado por Fernando el Católico, arriba en Santa María el 26 de junio de 1514 y su presencia no deja indiferente a ninguno de los quinientos españoles y mil quinientos indígenas que habitan la ciudad fundada y gobernada por Balboa.
Imagínense por un momento qué debieron pensar los audaces y sufridos conquistadores de la mar del Sur al ver llegar a Pedrarias a caballo, completamente armado para la batalla, refulgiendo bajo los mil destellos solares que reverberan en la coraza de flamante gobernador español, seguido de una impresionante comitiva de dos mil colonos, funcionarios, soldados, religiosos… Hasta obispo llega, para mejor servicio de Dios.
Pedrarias llega a Santa María con el afán de descubrir el mar del Sur y el ansia de llenar de oro las arcas reales y propias, aunque sus formas y maneras distan mucho de ser como las del inmortal extremeño. Al descubrir que el mar de las especias ya ha sido descubierto y que la inmensa mayoría de pueblos indígenas son fieles y pacíficos aliados de sus católicas majestades, no renuncia al único de sus objetivos que aún queda a su alcance: enriquecerse él mismo y congraciarse con el monarca español. ¿Cómo? Llenando las arcas reales con el quinto real, la porción de oro destinada a Fernando el Católico. Pedrarias cambia la diplomacia por la espada y da al traste, en apenas unas semanas, con el buen hacer de Balboa y Anayansi.

El flamante nuevo gobernador consigue en poco tiempo un enorme botín áureo tras saquear y rapiñar con sistemática crueldad los territorios indígenas, que acaban enfrentándose a sus antiguos aliados. Poco después, enterados en la corte española de la gesta de Balboa, llega a Santa María la cédula real con el nombramiento de Vasco como gobernador de Coiba y Panamá y adelantado de la mar del Sur, en reconocimiento a su hazaña. Siempre, eso sí, bajo la tutela de Pedrarias.
Núñez de Balboa no es, ya os lo podéis imaginar, el tipo de hombre que se contenta plácidamente con los logros conseguidos. Aventurero aguerrido y soñador donde los haya, pronto decide lanzarse de nuevo hacia las selvas y mares ignotos, hacia el fin que el destino le depare, sea el que sea. Así, pretende construir una flota de bergantines en las playas del Pacífico y navegar con ella hasta la isla de las Especias, no sin antes explorar la costa al sur de Panamá, donde a decir de los nativos del Darién, existe un reino en el cual abunda el oro, el Birú.
Balboa, que como buen hijo de su época histórica antepone sus intereses a sus sentimientos, no duda en aceptar la mano de la hija de Pedrarias, María, con el único fin de asegurarse la fidelidad y el apoyo del único hombre en miles de kilómetros que posee más poder y recursos que él, aunque jamás aparte a Anayansi de su vera.
A finales de 1516, funda la ciudad de Acla y desde allí organiza la construcción de los bergantines que deben llevarle, desde las costas del Pacífico, hasta el Birú y la Especiería. Entonces, justo entonces, su suerte cambia. En una primera ocasión los gusanos de la madera, los temibles teredos, carcomen la madera de los bergantines y Balboa se ve obligado a empezar la construcción de nuevo. Más tarde, cuando los bergantines ya están casi listos, una enorme tormenta desencadena una gigantesca inundación que arrastra los barcos de Balboa hacia los arrecifes y los hace pedazos.
Traición y muerte
Su suerte ha cambiado, es un hecho. Lo que quizá no sabe el de Jerez de los Caballeros es que la suerte también va a cambiar para su suegro, el arrogante y envidioso Pedrarias, y sus consecuencias van a costarle la vida. Algunos soldados y colonos llegados de Santo Domingo han traído noticias de España: el rey ha nombrado a un nuevo gobernador en sustitución de Pedrarias, don Lope de Sosa. Y el suegro de Balboa, montado en cólera, urde la traición que acabará con la vida de nuestro protagonista.
No está claro qué hay de cierto en las acusaciones de Pedrarias, pero los hechos suceden así: el aún gobernador en funciones manda una carta a Balboa ordenándole que acuda a su encuentro en Acla. Balboa es apresado nada más poner pie en la ciudad que él mismo ha fundado y es acusado de traición al rey. Pedrarias, entre las tantas difamaciones, acusaciones e informes falsos que presenta en su contra, alega que su yerno ha desobedecido sus órdenes y pretendía rebelarse contra el rey. Paradojas del destino, uno de los soldados que ha acompañado a Balboa desde su huida hacia la inmortalidad, hace ya nueve años, es hoy uno de sus captores y su principal verdugo.

Francisco de Pizarro, el soldado que se había alegrado de la decisión del bachiller Enciso de no abandonar a Balboa en la primera isla que apareciera en el horizonte, al ser descubierto como polizón junto a su fiel can Leoncico. Francisco de Pizarro, uno de los primeros pobladores de Santa María, la ciudad fundada por Balboa, y uno de los sesenta y seis escogidos por Balboa para acompañarle hasta la mismísima orilla de la mar del Sur. Francisco de Pizarro, uno de sus más fieles y valientes soldados, el que tantas y tantas noches de cielo estrellado había escuchado, en armoniosa camaradería con su jefe, sus planes de descubrir el Birú. Pizarro, que hizo suyos los sueños de su líder, no duda en traicionarle. El mismo Pizarro que años después conquistará el Perú, ese Birú que tanto persiguió Balboa en sus últimos años de vida. El ajusticiamiento de Balboa, justo a sus más leales —los que jamás le traicionarían —tiene lugar en la plaza mayor de Acla en enero de 1519. Andrés Valderrábano, Luis Botella, Hernández Muñoz y Vasco Núñez de Balboa.
—Mentira, mentira; nunca halló en mí semejante crimen; he servido al rey como leal, sin pensar sino en acrecentar sus dominios —lanza en su defensa el inmortal Vasco Núñez de Balboa justo antes de que su cabeza, ensangrentada, caiga sobre una artesa. Pedrarias, a traición, contempla la escena medio oculto entre las cañas que hacen de pared de una de las chozas de la plaza mayor de Acla. Tal es la recompensa que le ofrecen, a la postre, sus compañeros de armas a don Vasco Núñez de Balboa. Le acaban de arrebatar la vida, mas jamás le arrebatarán la gloria.
* Este artículo fue originalmente publicado en la edición impresa de Muy Historia.