Monet, el pintor de lo fugaz que llamó a las puertas de la abstracción

El hecho de querer captar el instante, un momento lumínico fugaz, hizo que Monet evolucionara hacia una pincelada cada vez más suelta, más disuelta y de colores más vivos. Así, alcanzó una libertad creativa tal que, en sus últimas obras, se situó muy cerca de la frontera de la abstracción
Monet delante de unos vastos lienzos de nenúfares

Hablar de Claude Monet como la figura más destacable del movimiento impresionista es fruto de la consideración que se ha ido fraguando con el paso del tiempo. La obra de Monet aúna la influencia de varias corrientes estilísticas. Sus primeros trabajos, por ejemplo, pertenecen a lo que se conoce como realismo pictórico, un estilo del cual se fue alejando. Por el contrario, sus obras tardías son sobre todo series de paisajes y jardines. La crítica valoró estos últimos trabajos de forma negativa, debido a sus formas disueltas y colores intensos, considerando que les faltaba contacto empírico con la naturaleza y que, de este modo, contradecían la idea –errónea de aquel momento– de que el impresionismo daba una representación óptica exacta y real de la naturaleza.

Monet delante de uno los vastos lienzos de nenúfares que pintó en los últimos años de su vida (1923). Foto: Getty.

Si bien el francés nunca se apartó del impresionismo, sí que llevó a sus últimas consecuencias la audacia en la pincelada, el toque breve y ágil y la yuxtaposición de colores.

Luz y color: captar lo efímero

Monet fue el pintor del agua y del instante, del efecto lumínico y del color que desaparecía en segundos. Sentía predilección por determinados temas, como reflejan sus series de bosques, ocasos y amaneceres. Pero sobre todo lo que le interesaba era captar el ambiente, ser como un fotógrafo de momentos concretos y del aura que los rodeaba, aunque eso supusiera poner en riesgo la nitidez de las figuras y los objetos. No buscaba solo plasmar esos lugares que le inspiraban, sino reflejar en el lienzo lo que le sugería aquello que contemplaba: el estímulo.

Poco a poco, iba construyendo secuencialmente la pintura para centrarse en el instante, en ese cambio que se produce minuto a minuto en lo que se observa, y no tanto en la forma. Dejó de lado lo narrativo o contextual y puso todo su interés en el suceso, en el instante como fenómeno visual casi imperceptible para el ser humano a causa de la fugacidad del mismo.

Gaviotas sobre el Támesis. Las Casas del Parlamento (1903-1904), una de sus series. Foto: Getty.

¿Cómo lo lograba? Monet volvía una y otra vez sobre el mismo motivo, al mismo lugar que ya había plasmado en reiteradas ocasiones, y lo volvía a pintar sometido a distintas luces y condiciones atmosféricas. Luego, en el taller terminaba los cuadros. Ahí se producía la ‘captación’; eran su propia naturaleza, sus sentidos y su sensibilidad los que filtraban los estímulos de la naturaleza externa.

Y lo hizo a lo largo de toda su trayectoria: en París, a finales de los años 70, plasmó la estación de Saint-Lazare a distintas horas y desde diferentes puntos de vista; también reflejó varias vistas del Támesis entre 1899 y 1900, en total unas treinta y siete pinturas, y en todas ellas la protagonista es la luz filtrada a través de la bruma, la misma que en ocasiones apenas permite distinguir las figuras, que aperece como ecos o siluetas fantasmales. También lo podemos apreciar en los acusados relieves y sombras del gótico de la catedral de Rouen o en los nenúfares del estanque de Giverny, que plasma desde puntos de vista más o menos alejados.

Catedral de Rouen. Los reflejos de la luz ‘deshacen’ la piedra milenaria. Foto: ASC.

Luz modeladora

Monet experimentaba con el hecho de que, mediante el estudio de la luz, se podía obtener una imagen distinta del mismo objeto, paisaje o persona, diferente aunque fuese por un mero matiz. En el caso de la catedral de Rouen, por la mañana la visión adquiere una forma, durante el mediodía otra, por la tarde otra diferente y así sucesivamente, hora tras hora. Este era precisamente el retrato del mundo que quería reflejar Monet, el de las sensaciones provocadas por las múltiples posibilidades que le otorgan a la realidad las variaciones lumínicas.

La manera en la que Monet se enfrentó a la realidad a través de la pintura, ya fuera urbana o de la naturaleza, le llevó a las puertas de la abstracción. En su captura de la interacción de la luz y las formas, disolvía el todo en fragmentos, desdibujaba los objetos y los hacía fundirse con horizontes nebulosos. Además, utilizaba de una forma novedosa el color y la pincelada. En este sentido, su serie de Nenúfares quizá sea la más experimental, la que más se acerca a lo no figurativo. Es muy probable que el artista no quisiera conducir su pintura hacia esa inevitable abstracción, sino que simplemente se tratara del fruto de su afán por disolver los elementos al modo en que sus ojos los estaban observando en el instante mismo, a causa del movimiento natural del agua o la ondulación de la hoja movida por la corriente o por el viento.

El estanque de nenúfares (hacia 1917-19), ejemplo del trabajo de Monet hacia la abstracción. Foto: Getty.

El paisaje, su gran musa

Monet comenzaba sus pinturas realizando dibujos al óleo in situ, desde el principio hasta el final, interrumpiendo el proceso de creación solo cuando los efectos de luz cambiaban. La intención del artista era plasmar la experiencia; por eso era partidario de utilizar una pincelada muy libre, así como una paleta de colorido novedoso, lo que le convirtió en uno de los grandes maestros del color de la pintura moderna.

Durante el siglo XIX, era habitual también el uso de escorzos y vistas desde arriba, a causa de la influencia que la estampa japonesa ejerció en los pintores del momento, como por ejemplo en Van Gogh.

Monet era un pintor que arriesgaba en las composiciones, y lo hacía con una gran energía, determinación y recursos. A menudo trabajaba a bordo de un barco-taller, con el que se mezclaba con la naturaleza y alcanzaba puntos de vista inéditos e imposibles desde la orilla. Lo mismo le ocurría cuando pintaba acantilados: no se conformaba con cualquier perspectiva, buscaba las de acceso difícil. En una ocasión cavó una zanja en su jardín para poder seguir pintando al aire libre el lienzo de gran formato en el que trabajaba. Para él, pintar al aire libre era un compromiso con la esencia que tanto anhelaba. Aunque parte de sus cuadros los terminaba en el estudio, su objetivo era siempre retener los efectos inmediatos de la luz y el tiempo sobre la naturaleza y el mundo que le rodeaba; su percepción de los mismos. Así ocurre, por ejemplo, en las vistas del Boulevard des Capucines, donde las figuras se desdibujan y el detalle se pierde frente a la atmósfera global, o en La Rue Montorgueil, que ofrece la visión distante de una escena urbana que celebra la República a través de las banderas que se mezclan con los balcones, donde logra que el color vibre con cada pincelada.

La Rue Montorgueil (1878), Monet. Foto: Getty.

Adiós al claroscuro

Quizá la serie a la que más tiempo y trabajo dedicó sean los nenúfares de Giverny. Durante dos décadas se encargó no solo de retratarlos, sino también de cultivarlos, todo para finalmente dedicarles algo más de 200 pinturas. Con una técnica suelta y libre, los trazos son abocetados, repetitivos, sinuosos. Plasma los reflejos cambiantes de la superficie del agua con una espontaneidad sin precedentes. En la mayoría no hay horizonte, ni cielo; se concentra en el estanque, a veces en un punto muy concreto de él, ofrece la vista de una superficie heterogénea sobre la que el espectador debe realizar un esfuerzo óptico y cerebral constante para reconstituir el paisaje que el pintor quiere mostrar. Su pincelada, en muchas ocasiones, está completamente alejada de la concepción de las formas concretas.

En definitiva, Monet rompe con lo establecido con respecto a la aplicación del color local (es decir, del color propio y específico de algo; aquel color que es característico del objeto pintado, independientemente de las variaciones que le pueden provocar las condiciones de iluminación o atmosféricas), como cualidad perenne de cada cosa representada. Para él, el color es una condición aplicada a una circunstancia y un momento concretos, son reflejos que surgen del interior de los objetos y que reaccionan al ataque de la luz.

Nenúfares blancos, agua azul (1916-1919). Foto: Album.

Por esto, Monet se desprende de los convencionalismos del claroscuro, prescinde de los negros y evoca las sombras mediante el juego de contrastes de los colores complementarios o mediante la creación de tonalidades intermedias agrupando pequeños puntos de pincel en diferentes tonos. Al respecto, cabe decir que la libertad formal de Monet a la hora de usar las herramientas de trabajo del artista va a resultar clave para la pintura posterior. Gracias a su nueva manera de mirar, que supera los conceptos albertianos tan arraigados en el arte desde el Renacimiento, la pintura empieza a cuestionarse que exista una única manera de plasmar la realidad, al igual que no existe un único punto de vista.

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  • Eugenio M. Fernández Aguilar