Cualquier guerra, especialmente una entre compatriotas, ofrece imágenes dramáticas y, al mismo tiempo, otras llenas de emoción, júbilo, esperanza o, simplemente, distensión. David Seymour, Robert Capa o Gerda Taro (que perdió la vida en la batalla de Brunete), se convirtieron en pioneros del fotoperiodismo de guerra durante la Guerra Civil española recogiendo con sus cámaras algunos de sus episodios más relevantes y, desde un plano más cercano, los rostros de un país dividido.

Miradas desde el refugio
Hacia los años treinta del siglo pasado, se consolidó el fotoperiodismo tal como lo entendemos hoy y apareció una nueva manera de comunicar: las fotografías con una breve acotación que narra los hechos. Muchos factores hicieron esto posible: los nuevos tipos de cámaras fotográficas mucho más ligeras, como la Leica (a partir de 1925), la utilización de películas más sensibles, la consolidación de la prensa ilustrada... En este sentido, la Guerra Civil española es un capítulo importante para la Historia de la fotografía: fue el primer conflicto que tuvo cobertura por parte de la prensa y de reporteros gráficos de todo el mundo.
Pocos días después de aquel fatídico 18 de julio de 1936, corresponsales de la prensa extranjera llegaron a España con un firme propósito: registrar el curso del conflicto bélico. Y así lo hicieron algunos de los mejores fotógrafos internacionales del momento –Robert Capa, Gerda Taro o David Seymour, entre otros–, que consiguieron fotografiar desde el frente las trincheras, las ciudades, el mundo rural y, sobre todo, a sus gentes.
En esta imagen, el objetivo de la cámara de David Seymour (también conocido por el seudónimo Chim) capturó a un grupo de niños acompañados de su maestro en un refugio subterráneo, resguardándose de las bombas del Ejército fascista italiano que en 1938 atacaba sin tregua la isla balear de Menorca, uno de los últimos bastiones republicanos.

Defensores de la causa republicana
El bando republicano contó con una pareja de fotógrafos excepcional: Robert Capa y Gerda Taro. La historia de ambos es tan peculiar como apasionante. Endre Friedmann era un fotógrafo judío que, tratando de escapar del nazismo, se fue a París. Allí conoció a la fotógrafa alemana Gerda Taro –seudónimo de Gerta Pohorylle–, que le propuso cambiar de nombre para aumentar la cotización de los trabajos de ambos. Así, se inventaron el personaje y la vida de un supuesto fotógrafo norteamericano llamado Robert Capa, nombre con el que firmarían sus fotografías.
Antes de que Robert Capa cofundase la prestigiosa agencia Magnum en 1947, recorrió algunos de los campos de batalla españoles, en los que simpatizó con la difícil situación de los republicanos antifascistas, los sindicalistas, los socialistas y los pobres.
Abajo, fotografía de Capa –pocas semanas después del inicio de la contienda– en Barcelona, en la que un destacamento del Ejército leal al Gobierno parte en tren hacia el frente de Aragón. En el vagón se lee la consigna “UHP” (Uníos, Hermanos Proletarios) adoptada en la Revolución de Asturias de octubre de 1934, que simbolizaba la alianza obrera y se convirtió en una proclama habitual del bando republicano y sus defensores durante la Guerra Civil.

Instantes del conflicto
A las fotografías que Capa y Taro tomaron durante la Guerra Civil se les otorga un importante valor antropológico, pues exponen la crudeza del conflicto fratricida en su día a día.
Las silenciosas cámaras Leica hicieron posible fotografiar a las personas sin que se diesen cuenta y captar así esa cotidianidad. Además, proporcionaban a la imagen un dinamismo y espontaneidad nunca antes conseguidos.
Pero Endre y Gerda también se introdujeron en los peligrosos campos de batalla; él con su Leica de 35 milímetros, ella con una Reflex Korelle, dispararon sus flashes lo más cerca posible del combate. El lema de Capa ya estaba presente: “Si la foto no es lo bastante buena, es porque no estás lo bastante cerca”. Tan cerca que la joven Gerda, el 26 de julio de 1937, cuando sólo le faltaban seis días para cumplir 27 años, murió atropellada por un tanque en el frente de Brunete.
En esta fotografía, Capa capturó el instante en el que una miliciana catalana descansa con la lectura de una revista de moda de la época.

Posando con el "trofeo"
En los primeros días que siguieron al golpe de Estado de Franco, el colapso del sistema legal que vivió España –junto con la decisión de facilitar armamento a los civiles– provocó el estallido de una revolución popular. Las milicias y los tribunales revolucionarios de la zona republicana sustituyeron al Gobierno, que no pudo recuperar la autoridad hasta varios meses más tarde.
En este contexto incontrolable, el anticlericalismo de algunas milicias populares llevó al saqueo e incendio de iglesias y monasterios. Se dañaron bienes y objetos considerados símbolos de religiosidad, destruyéndose con ello parte del patrimonio arquitectónico, artístico y documental.

A partir de 1937, con la llegada a la presidencia del Consejo de Ministros de Largo Caballero y la formación de un Gobierno de unidad –el denominado “Gobierno de la Victoria”– que incorporó a un católico, Manuel de Irujo (del PNV), y ante la presión de la opinión pública internacional, se impuso paulatinamente el control gubernamental de estos ataques.
El carácter religioso de estos fue usado por la propaganda del bando sublevado y posteriormente por la dictadura franquista, que lo hizo extensivo a todas las víctimas afines a su causa, llamadas «mártires de la Cruzada» o «mártires de la Guerra Civil».