¿Cómo se fue forjando el estilo pictórico de Goya?

La pintura de Francisco de Goya fue evolucionando a lo largo de toda su vida. Su estilo personal estuvo marcado por una constante experimentación y aprendizaje, llegando a emplear numerosas técnicas y soportes
Milagro de San Antonio de Padua, Goya

Pocas personalidades como la de Francisco de Goya encarnan mejor el romántico espíritu de constante búsqueda y superación estilística, plástica, procedimental y material como el genio de Fuendetodos. Tan ducho fue en los menesteres de la pintura y el dibujo que desarrolló un lenguaje autónomo deudor de una renovada praxis tanto en lo estilístico como en lo puramente técnico; un lenguaje que, con el paso de los años, se instituiría como una tendencia a seguir.

Milagro de San Antonio de Padua, 1798. Detalle de la cúpula de la ermita de San Antonio de la Florida. Foto: Album.

Profundo conocedor de los procedimientos del oficio, y criado en el taller de un artesano dorador, hacía sus primeros ensayos con temple —ya fuese de huevo o de cola—, modalidad plástica que se usaba en el ámbito de la policromía y la pintura ornamental vinculada con las metodologías de trabajo propias del oficio paterno. Pero Goya se decantó por una tendencia mucho más pictoricista de la que, por regla general, se espera de un dorador.

La influencia italiana

Probablemente, la primera cimentación de su praxis pictórica debió producirse a partir de su adolescencia. En 1759, con trece años, ingresó en la academia que dirigía el pintor zaragozano José Luzán (1710-1785), donde permaneció hasta 1763. A lo largo de esta etapa formativa, Goya se adentra en una modalidad plástica a la vieja usanza: por una parte, retoma composiciones que se deben a las estampas devocionales; por otra, utiliza una serie de procedimientos plásticos vinculados con la tradición barroca del Mediterráneo. De hecho, Goya absorbe, durante este periodo, características propias de la pintura napolitana (influjo debido al hecho de que Luzán hubiera consolidado su estilo en Nápoles entre 1730 y 1735, en la órbita del pintor Francesco Solimena). 

Entre las cualidades técnicas italianas de las que Goya indirectamente se nutre, destacan, por una parte, una fuerte preponderancia en la paleta de tonalidades terrosas y ocres, ayudadas por la omnipresencia de las preparaciones rojizas, pardas o marrones; por otra, un tratamiento pictórico fundamentado en el claroscuro, en el que todavía abundan las soluciones del tenebrismo. Son rasgos que se vinculan con la dilatada tradición del barroco hispano, que hacia mediados del siglo XVIII seguía plenamente vigente. De estos primeros años son muy escasas las pinturas de Goya que han sobrevivido, si bien las antedichas características han permitido la atribución de algunas obras y su adscripción a este periodo.

El segundo hito en la cimentación de su técnica es su periplo italiano a mediados de 1769. Durante casi dos años Goya recorre Turín, Génova, Pavía, Milán, Módena, Venecia y Bolonia tomando apuntes de los maestros italianos, hasta que finalmente se instala en Roma. Durante su estancia en Italia inicia su Cuaderno italiano: una suerte de taccuino d’artista en el que realizará apuntes y bocetos, copiará ciertos modelos, enumerará materiales y pagos o anotará consideraciones personales. Se trata, como demuestra otro texto del presente monográfico, de un cuaderno de bitácora y diario personal de campo. Italia supone a la vez un punto de inflexión con la etapa anterior. 

En este viaje, además de nutrirse con la observación (y plasmación de apuntes) de las más egregias obras, conoce de primera mano las tendencias artísticas imperantes en Europa. Roma seguía siendo un crisol de artistas, el destino predilecto de quien deseaba formarse en las Bellas Artes. Allí se imbuye, por primera vez, de algunas características de la pintura neoclásica, acercándose a soluciones formales mucho más originales y arriesgadas, alejadas de la pintura devocional de su periodo formativo. En lo técnico experimenta un cierto viraje: sin desprenderse del claroscuro, algo heterodoxo, aclara su paleta. Además de potentes contrastes, la luz modela —por vez primera en su pintura— formas suaves, de tonos grisáceos y apastelados. Comienza a usar colores quebrados claros, al tiempo que las tonalidades frías van ganando en importancia y presencia, como, por ejemplo, en Aníbal vencedor contempla por primera vez Italia desde los Alpes, cuadro que presentó al concurso de pintura convocado por la Academia de Parma el 29 de mayo de 1770, y que le valió la mención especial del jurado. Fue en Italia, también, donde Goya perfeccionó la técnica de las veladuras, que utilizaría asiduamente hasta su etapa de madurez.

Aníbal vencedor contempla por primera vez Italia desde los Alpes, 1770. Foto: ASC.

A su regreso a España, a mediados de 1771, se percibe el impacto que le produjeron los abundantes y monumentales conjuntos figurativos italianos. Tanto los descomunales lienzos que cubrían los muros y techos de los edificios venecianos como los frescos que proliferaban en todos los rincones de Roma le debieron inspirar a emprender proyectos pictóricos ligados a espacios arquitectónicos. A su vuelta a Aragón, pondrá a prueba su talento en el muro con un encargo de altura: se arriesgará con el fresco como medio en el techo del coreto de la basílica de Nuestra Señora del Pilar de Zaragoza, en La Adoración del Nombre de Dios o La Gloria (1772).

La pintura mural ocupó siempre una posición sobresaliente en la literatura artística de época moderna, y gozó de una consideración muy superior a la denominada pintura mueble. Desde el Renacimiento, los tratadistas exaltaron las bondades del affresco, considerándolo el más noble y sobresaliente procedimiento; advirtiendo de las severas dificultades que entrañaba su correcta ejecución; o elogiando las cualidades y virtudes que honraban a quienes practicaban una modalidad pictórica solo apta para los pinceles más avezados. A diferencia de lo que sucedió en otras ocasiones, en la basílica del Pilar pinta al fresco y utiliza, entre otros materiales, azurita, un pigmento que no resulta idóneo para tal procedimiento, por su tendencia a mutar de color y tornarse verdoso en contacto con la cal. Se sabe que no lo usó con ningún elemento orgánico como aglutinante —lo que se conocía como pintura al secco—. Es posible que la incorporación de sílice le ayudase a preservar tal color, que, en cualquier caso, usó juntamente con el esmalte, que en cambio sí era un pigmento adecuado para el fresco.

Frescos y cartones

Más tarde, en 1780, volvió a trabajar al fresco en la antedicha basílica, en una de las cúpulas, en la discutida y controvertida ejecución del tema Regina Martyrum, junto con sus cuñados Francisco y Ramón Bayeu. La razón de la polémica fueron una serie de encontronazos con su cuñado Francisco sobre el proceso ejecutivo. El modo sintético y veloz, fresco y apasionado, que caracterizó la intervención de Goya chocaba de pleno con los rígidos postulados de Bayeu, más academicista y considerablemente contrapuesto al carácter suelto y abocetado de la pintura de Goya. 

La pincelada suelta de Goya en los frescos de San Antonio de la Florida aleja al pintor del academicismo. Foto: Album.

Pero este continuó obstinado con su soltura, como demostró en los frescos de la ermita de San Antonio de la Florida en Madrid en 1798, ayudado entonces por Asensio Julià (1753-1832). Aunque formalmente son pinturas muy parecidas, la principal diferencia es procedimental: mientras que en la basílica del Pilar está todo pintado al fresco, sin detalles al seco, en San Antonio, Goya completó la base del fresco con pinceladas a témpera —procedimiento mixto que gozaba, en realidad, de gran arraigo incluso en Italia—. También a menudo se servirá para pintar sobre muro de la técnica al aceite (que no dejaba de ser un procedimiento al seco), ya fuese en encargos oficiales, como en la Cartuja del Aula Dei (1774), como en trabajos más personales, como en la Quinta del Sordo. La pintura al óleo sobre muro se conocía al menos desde el siglo XV y era muy popular en España, como se desprende de menciones en tratados como el de Francisco Pacheco (1641).

Si un periodo marchama la personalidad pictórica de Goya y consolida sus capacidades técnicas es el comprendido entre 1774 y 1792, cuando, bajo la dirección de Anton Raphael Mengs (1728-1779), trabaja diseñando cartones para la Real Fábrica de Tapices de Santa Bárbara. Establecido en Madrid, su labor consistía en realizar pequeños bocetos que, una vez aprobados por la Corte, se pasaban a lienzos del tamaño exacto que debían tener los futuros tapices y que, pese a ser telas, recibían el nombre de cartones, siguiendo la tradición de la terminología italiana. En ellos, en lo técnico, como en lo estilístico, resuenan los ecos del lenguaje rococó de Tiépolo (1696- 1770) y el neoclasicismo de Mengs. Su paleta cambia ligeramente con respecto a su etapa anterior; siguiendo la tendencia iniciada en Italia, se vuelve más apastelada: priman en ella los tonos quebrados y claros, resultado de la adición de grandes cantidades de albayalde (blanco de plomo), que deviene un pigmento predominante en toda la serie. Dan buena cuenta de él las radiografías, en las que es fácilmente detectable. La resolución plástica de los cartones forja sus estilemas y apuntala los repertorios de recursos que acabarán por definir su estilo.

A partir de entonces, paradójicamente, su pintura se va alejando de los presupuestos de Mengs —marcadamente clasicistas, rafaelistas y antibarrocos— para recuperar unas facturas que rememoran los preceptos de Velázquez, que se convertirá en un timón para Goya y un filón en el que buscar soluciones a los problemas de la plástica. Así, emulando al sevillano, su praxis se enriquecerá. Como este, deja respirar la imprimación, casi siempre de color rojizo, reverberando entre muchas de las partes de sus pinturas, y construye con ella los tonos medios de unas sombras cálidas y ciertos contornos que le permiten diferenciar partes superpuestas, o generar efectos de rotundidad o de movimiento. Goya innovará en cuanto al lenguaje, conduciendo su pintura hacia un estadio diverso, alejado de las imperantes tendencias rococó y neoclásicas, y superando sus propias limitaciones.

Gran diversidad

Su pintura comprenderá desde síntesis formales de gran gestualidad hasta zonas altamente detalladas; desde áreas cromáticas barridas e imprecisas hasta zonas de gran definición; desde sueltas pinceladas de una pintura muy líquida hasta rotundos empastes matéricos (sobre todo en los blancos); descargando a veces el pincel, o dejando trazos que se dirían rozados, ejecutados casi sin pintura. Habrá lugar también para veladuras, a menudo de finos carmines y otros pigmentos diluidos en barniz. Es una pintura que podríamos tildar de efectista, que rehúsa el vacuo detallismo y que, más que describir puntualmente, parece sugerir. En las series para tapices, se adapta también al propósito funcional, obligándose a desarrollar un lenguaje de síntesis cromática y formal en el modelado y la composición, atendiendo a soluciones pictóricas que luego han de poderse recrear en los textiles.

Los toques abocetados con los que Goya resuelve los volúmenes adquieren consistencia en la distancia. Foto: Album.

Especialmente heterodoxo será en la prolijidad de los soportes: pintará sobre tela, tabla, muro, hojalata, alabastro o marfil; atreviéndose además con los más variados formatos. Por lo que respecta a los materiales, su paleta sigue siendo, en esencia, la tradicional, casi inmutable desde la Edad Media. Los pigmentos tierra ocupan un papel preponderante: ocres, almagras, sienas y sombras abundan en sus obras. El rojo, color al que depara una posición dominante, lo obtiene del bermellón, un sulfuro de mercurio similar al cinabrio, pero de fabricación química. Utiliza carmines y lacas, con los que obtiene los efectos de las telas de raso y terciopelo cuando estas son rojas, y en menor medida el minio o azarcón, un óxido de plomo de tonalidad ligeramente anaranjada.

Como verde emplea el verdigrís —venenoso acetato de cobre—, y como azul la azurita y, de manera muy especial, el azul de Prusia o Berlino, disponible en el mercado desde 1704. Como amarillos utiliza el antimoniato de plomo (o amarillo de Nápoles) y el amarillo de plomoestaño, también llamado masicote u hornaza, por producirse como el esmalte en hornos para la fusión vítrea. Especial importancia tienen en su paleta el negro (de humo o carbón) y el blanco albayalde, un carbonato de plomo con propiedades secantes, muy tóxico. Precisamente fue este pigmento el principal causante del saturnismo (o envenenamiento por plomo) que, entre otras afecciones, debió de ser el responsable de su conocida sordera y su frecuente «melancolía». A ello también debieron contribuir otros secativos plúmbeos como el litargirio (óxido de plomo) o las sales de Saturno (acetato de plomo), que se incorporaban al aceite para acelerar el secado. 

Autorretrato, 1783. Museo de Agen, Francia. Foto: Album.

A propósito de los aceites aglutinantes, Goya usaba el de linaza para la mayoría de los colores y el de nueces para el blanco, pues así creía que preservaba su níveo color y ralentizaba su amarilleamiento. Como se constata en su taccuino, esta costumbre la aprendió en Italia, pues allí, ya desde los tiempos de Leonardo, el aceite de nueces gozaba de gran popularidad. Aun aprendo, como tituló uno de los dibujos más emblemáticos del Cuaderno de Burdeos, sin duda define y sintetiza su espíritu en sus últimos años: expresa la determinada voluntad de desarrollo personal que le caracterizó hasta el final y que, como se ha evidenciado, se concretaría en una constante experimentación con técnicas y soportes.

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