D urante el siglo X, las relaciones entre musulmanes y cristianos fueron lo suficientemente buenas para permitir que miles de peregrinos acudieran a Jerusalén para visitar los Santos Lugares. Todo cambió repentinamente con la llegada al poder del califa fatimí Al-Hakim (996-1021), que impulsó la persecución y represión de todos aquellos que no seguían sus creencias religiosas. Decretó el sacrificio de todos los perros de Egipto, sentenció a muerte a la mayoría de visires, muchos de los cuales eran cristianos, y ordenó destruir la iglesia del Santo Sepulcro de Jerusalén.
La situación se agravó en el año 1071, cuando el ejército bizantino fue derrotado por los turcos selyúcidas, provocando la caída de Armenia, Siria y media Anatolia. El emperador bizantino, Alejo I, temeroso de que los turcos tomaran Constantinopla, pidió ayuda al papa, que poco pudo hacer para solucionar el problema que se había planteado en Oriente Medio. Los ejércitos del sultán turco Alp Arslan y de su hijo Malik Shah ocuparon Nicea, arrebataron Jerusalén a los árabes en nombre del califa de Bagdad y conquistaron la ciudad bizantina de Antioquía.
En noviembre de 1095, el pontífice Urbano II acudió al sínodo de Clermont (Francia), donde hizo un llamamiento a los mejores caballeros de la Cristiandad para que engrosaran las filas de una cruzada contra los ejércitos turcos y fatimíes que acosaban a los cristianos en Constantinopla y Tierra Santa. Ansioso por recuperar Jerusalén, el lugar donde había sido crucificado Jesús, el papa recordó a los caballeros que su colaboración en la Cruzada les proporcionaría una recompensa eterna en el reino de los cielos.

Alentados por el emperador bizantino
Desde diversos lugares de Europa, unas 100.000 personas, de ellas 50.000 combatientes, llegaron a Constantinopla a finales de 1096. Entre sus jefes destacaban las figuras de Hugo el Grande, hermano del rey de los francos, Roberto, duque de Normandía e hijo de Guillermo el Conquistador, Raimundo IV, conde de Tolosa, el brutal Bohemundo, príncipe de Tarento y jefe militar de un grupo de combate normando, probablemente el mejor de la Primera Cruzada, y los tres príncipes belgas, los hermanos Godofredo de Bouillón, Balduino y Eustaquio. Temeroso de los desmanes que podían causar los cruzados en la ciudad, el emperador bizantino Alejo I los alentó a dirigirse hacia Tierra Santa, donde se encontraba el enemigo.
Cuando llegaron a Nicea, los “atletas de Cristo” coordinaron sus fuerzas y se prepararon para acabar con el ejército del sultán selyúcida Kilij Arslan. La ciudad estaba situada en un extremo occidental del lago Ascano, donde su muralla surgía directamente del agua. Los demás muros estaban protegidos por un foso, lo que dificultaba en extremo su conquista. No obstante, los cruzados tenían varias bazas a su favor. Por un lado, los cristianos que vivían en Nicea vieron la oportunidad de vincularse al Imperio bizantino si los caballeros de la cruz tomaban la ciudad y, por otro, el sultán se hallaba guerreando a ochocientos kilómetros de su ciudad con parte de su ejército.

Las fuerzas turcas que quedaban en Nicea no eran suficientes para resistir la acometida del bien pertrechado ejército cristiano. Además, por una vez, los príncipes que dirigían la Cruzada dejaron de pelarse y coordinaron sus fuerzas para lanzar su caballería pesada contra los turcos, acabando con ellos. Una vez lograda la victoria, los cruzados emprendieron el camino hacia Antioquía. Dado el peligro que representaba el ejército del sultán turco, que intentaría vengarse por la derrota de Nicea, los cristianos decidieron dividirse en dos ejércitos, uno al mando de Bohemundo de Tarento y otro al del conde de Tolosa.
Abriendo camino hacia Jerusalén
El 20 de octubre de 1097, ambas fuerzas se plantaron frente a las murallas de Antioquía. Su conquista era fundamental, pero la tarea iba a resultar titánica. Horas después se produjo la primera de las dos batallas que enfrentaron a los turcos y cristianos. En la primera, los cruzados sitiaron y conquistaron la ciudad. Durante la segunda (junio de 1098), las tropas cruzadas sufrieron el continuo acoso del ejército de Kilij Arslan, que trataron de retomar la plaza, aunque no lo lograron. Los cristianos salieron victoriosos y convirtieron la ciudad en la capital de un nuevo Estado cruzado: el Principado de Antioquía.

Una vez tomaron el control en esa región, los cruzados se encaminaron a Jerusalén, a donde llegaron el 7 de julio de 1099. Durante todo ese tiempo, se produjeron violentas disputas entre Godofredo de Bouillón, Hugo el Grande, el conde de Tolosa y Balduino que pusieron en peligro el éxito de esa primera embestida cristiana. Pese a todo, sus hombres conquistaron la ciudad en el primer ataque, asesinando a gran parte de la población y saqueando templos y palacios. Fueron tres días de pillaje y matanzas que culminaron con una ciudad cubierta de cadáveres, 50.000 eran musulmanes, pero también cayeron muchos judíos.
Fundación de los Estados latinos
A partir de entonces, la cuestión más importante fue dilucidar quién iba a ser rey de Jerusalén. Muchos caballeros propusieron al conde de Tolosa, pero este declinó la oferta, por lo que ofrecieron el trono al hombre que había dirigido el asalto, Godofredo de Bouillón, que tampoco quiso la corona, aunque aceptó el cargo de “Protector del Santo Sepulcro”. A su muerte le sucedió su hermano Balduino, que fue coronado como primer rey de Jerusalén.
Una década después, los cruzados dominaban parte de Siria, Líbano y Palestina y fundaron cuatro Estados latinos: el condado de Edesa, el de Trípoli, el reino de Jerusalén y el principado de Antioquía. En esta última ciudad, los soldados cristianos encontraron la supuesta lanza que empleó el soldado romano Longinos para herir el costado de Cristo. Poco después, otros cristianos anunciaron que habían hallado la Vera Cruz, un descubrimiento sensacional al que seguirían muchos más. La proliferación de huesos y restos santos desenterrados en Oriente Medio desembocó en una verdadera fiebre de reliquias.
Pese a las continuas trifulcas entre los príncipes cristianos, la conquista de Jerusalén multiplicó el número de peregrinos que se dirigieron a Tierra Santa, entre los cuales había algunos caballeros de la pequeña nobleza feudal que pretendían prosperar en los nuevos territorios conquistados para la Cristiandad. Entre ellos se encontraba Hugo de Payns, que tras separarse de su mujer decidió viajar a Palestina. Dados los peligros que amenazaban a los peregrinos que llegaban a Tierra Santa, Payns decidió crear un grupo de caballeros para escoltarlos.
Tras la muerte del rey Balduino I, le sucedió en el trono Balduino II, quien cedió a Payns la mezquita de al-Aqsa, que se encontraba en un lateral del conjunto palaciego, ubicado en el templo de la Cúpula de la Roca, el lugar desde el cual Mahoma ascendió a los cielos para reunirse con Dios. En aquel espacio sagrado para los musulmanes, Payns y otros ocho caballeros fundaron la Orden del Temple, probablemente en el año 1119. Todos ellos eran caballeros sin fortuna de la baja nobleza que no tenían tierras.

El alistamiento en la primera Orden Militar de la Cristiandad les podría facilitar un modo de vida al que no podían aspirar de otra manera. Una vez juraron cumplir los votos de pobreza, castidad y obediencia al que estaban obligados como miembros de una institución de monjes-guerreros, se sometieron al poder del papa. En 1125, el conde Hugo de Champaña, un aristócrata ya mayor que había repudiado a su mujer por adúltera, se sintió tan desengañado de todo que tomó la decisión de pasar el resto de su vida en Jerusalén, ciudad en la que se encontró con su antiguo vasallo, Hugo de Payns, quien le debió convencer para que ingresase en la Orden del Temple.
Apoyo de los reinos cristianos
A partir de entonces, los templarios comenzaron a prosperar económicamente. Payns y otros templarios viajaron a Europa para recabar el apoyo de los reinos cristianos y pedir una entrevista con el papa Honorio II. En el Concilio de Troyes celebrado en enero de 1129 se ratificó la Orden del Temple y se aprobó su primera Regla (basada en la de san Benito), cuya redacción corrió a cargo de Bernardo de Claraval, el más prestigioso hombre de la Iglesia en la época.
Poco después apareció la Orden del Hospital de San Juan de Jerusalén, cuyos caballeros fueron denominados hospitalarios. Su tarea inicial era la de prestar cuidados a los peregrinos enfermos que llegaban a la Ciudad Santa, aunque pronto se dedicaron a tareas militares.