Gracias a la configuración de nuestros ojos podemos seguir la dirección de la mirada de otro aunque no esté moviendo la cabeza, y eso nos ofrece posibilidades de información y comunicación inaccesibles incluso para los chimpancés. Mirar de soslayo resulta ser un gesto exclusivo y específico que define a la humanidad. Una mirada furtiva puede revelar al testigo atento lo que las palabras no dicen: con una mirada cómplice nos entendemos con alguien sin que hagan falta las palabras. Nos pasamos la vida estudiando las miradas de los otros, deduciendo intenciones por la expresión de los ojos, leyendo en ellos mensajes que nadie más puede compartir o sorprendiendo estados de ánimo que de otro modo permanecerían ocultos, pero lo hacemos tan instintivamente que casi nunca nos paramos a reflexionar en las prodigiosas operaciones cerebrales que implica ese talento decisivo, y desde luego innato, porque empezamos a usarlo antes que el lenguaje. Un bebé de unos meses es capaz de seguir con sus ojos la dirección de la mirada de un adulto. A la edad de un año, cuando apenas balbuceamos las primeras palabras, ya sabemos distinguir entre varios objetos aquel que otra persona está mirando, el biberón que hay sobre la mesa o el juguete dejado un poco más allá, y predecir por lo tanto una parte crucial del comportamiento de otra persona.
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Eugenio M. Fernández Aguilar