La ciudad de Granada fue una constante en la mirada de los viajeros, tanto extranjeros como nacionales, y referencia recurrente en la pintura y literatura a partir del siglo XIX desde que en la primavera de 1807 Chateaubriand hiciera su famosa visita que sirvió, entre otras cosas, para colocar a la Alhambra en el mapa de los románticos. Un lugar mágico, testimonio de un pasado esplendoroso, que se ubica en la colina de la Sabika, entre los valles de los ríos Darro y Genil y con Sierra Nevada como horizonte. La visita a la Alhambra se convertía en una auténtica experiencia estética para la memoria del viajero.
«Al sur de Granada, a través de las bermejas torres de la Alhambra, se divisa una cordillera montañosa conocida con el nombre de Sierra Nevada, pues permanece todo el año cubierta de nieve». Con esta descripción comienza el escritor e hispanista británico Gerald Brenan (1894-1987) la introducción del libro Al sur de Granada que publicó en 1957.
Joaquín Sorolla Bastida estuvo en Granada en cuatro ocasiones: 1902, 1909, 1910 y 1917. La primera fue una visita fugaz, pero dejó en él una profunda huella y el deseo de regresar para pintarla: «la impresión de Sierra Nevada es algo de lo que no se olvida», escribió a su mujer en noviembre de 1909. Y así lo hizo: en las tres estancias siguientes, en no más de treinta días en total, reflejó Granada en cuarenta y seis cuadros. La mitad de ellos se conservan en el Museo Sorolla, junto con el valioso testimonio de las cartas en las que el pintor transmitió sus impresiones a su familia cuando no la tenía con él, más los dibujos en que recogió algunos detalles que le fueron interesando, con vistas a la creación del segundo jardín de su casa, el actual Museo Sorolla.
La Sierra de Granada y los Jardines de la Alhambra desde la perspectiva de Sorolla
Viajero incansable y curioso por las bellas formas que le ofrecía la naturaleza en consonancia con la arquitectura, Sorolla quedó hondamente impresionado por la Alhambra, «aquel edén de la Naturaleza y templo del Arte» que diría Pedro Antonio de Alarcón. Por ello, durante sus estancias en la ciudad granadina aumentó considerablemente su producción pictórica, cuyo resultado fue un nutrido grupo de óleos que se sitúan en el ámbito de sus pinturas de paisaje y jardín.
La estancia de 1902 fue una escala de dos días en un viaje con destino a Sevilla. El tiempo resultó escaso para el pintor, quien en las cartas dirigidas a su esposa Clotilde no paró de mencionar la belleza de la ciudad de Granada y su entorno, sin dejar de exaltarla en comparación a lo que ha visto los días anteriores en Córdoba y a lo que está viendo en Sevilla, desde donde escribe. A partir de ese momento se fijó como propósito la idea de volver a la ciudad para pintar representaciones de la Alhambra, una suerte de paisajes imbuidos de efectos atmosféricos que se prodigan junto a una característica luz envolvente.

Seis años después, durante una estancia en Sevilla, mostrará repetidamente su deseo de ir a Granada para pintar algunos estudios (pensando en la exposición individual que tendría lugar poco después en Londres). Su intención se materializaría en 1909, cuando visitó Granada en el mes de noviembre con el deseo expreso de pintar Sierra Nevada, algo que se repetiría los meses de febrero de 1910 y 1917. Deslumbrado por el espectáculo grandioso de Sierra Nevada, fue deleitándose en los rincones de la Alhambra, cada vez más y más seducido por la belleza del paisaje granadino. El jardín lo interpretó casi siempre de forma intimista y se centró sobre todo en los detalles que iba percibiendo con su intuición pictórica.
A partir del invierno de 1908 fueron frecuentes sus versiones de Sevilla y de Granada, de la Alhambra y del Generalife que compartió con vistas de Sierra Nevada. A la atracción que ejerció sobre él en un primer momento, lo que el propio Sorolla denominó la «belleza bravía» del paisaje natural de Sierra Nevada, se añadió enseguida la delicadeza cromática y estética que descubrió en los patios y jardines de la Alhambra y del Generalife. De este modo, la potencia volumétrica del pico de Sierra Nevada, acompañado en muchos óleos por los torreones rojizos y murallas de la Alhambra, se alterna con otros lienzos que transmiten el recogimiento y la melancolía que impregnan muchos de los rincones de la fortaleza musulmana.
La majestuosidad del paisaje natural de Sierra Nevada constituyó para Sorolla una poderosa fuente de inspiración, llegando a referirse a ella como la «magnífica Sierra de Granada, estupenda de toda ponderación ». En sus cuadros se advierte el brillo de la luz en la nieve que varía del blanco cegador al suave rosa del atardecer.

En dos campañas casi seguidas, entre noviembre y diciembre de 1909 y en febrero de 1910, Sorolla pintó numerosos cuadros para la gran exposición que celebraría en 1911 en el Art Institute de Chicago y el City Art Museum de San Luis, en Estados Unidos. En ambas ocasiones tuvo mala suerte con el tiempo y pintó aprovechando los ratos en que hacía sol, o, al menos, no llovía: los cuadros reflejan esas condiciones en el color y la luz, en la melancolía que los impregna, pero, sobre todo, en una técnica veloz, de una asombrosa seguridad, que define las formas con los mínimos elementos pictóricos. A menudo los cuadros reflejan esas condiciones, en el color y la luz, en la soledad y la melancolía que de ellos emanan. De esta época datan pinturas en las que el detalle y la belleza del entorno se revela por medio de pequeños matices que adquieren gran protagonismo.
Los rincones favoritos de Joaquín Sorolla en la Alhambra
Sorolla alternó sus visiones de Sierra Nevada con los patios y rincones más escondidos de la Alhambra, como se aprecia en Patio de Lindaraja, La Alhambra, con un punto de vista desde arriba y con la fuente central, de taza redonda y pileta estrellada, que se erige como protagonista junto al ciprés y la exuberante vegetación. En Patio de la Justicia, La Alhambra, representa el característico pórtico de tres arcos que actúa como puerta de ingreso al llamado «Cuarto Dorado». Por medio de una pincelada rápida vemos las formas que se van desvaneciendo y sobre el mármol, en primer plano, encontramos reflejos azules que se entremezclan con el blanco. Patio de los Arrayanes, de colección particular, recoge detalles arquitectónicos como la parte central de la arcada, el surtidor y un trozo de la alberca, con sus aguas serenas. La pintura, en la que predomina el tono dorado, refleja una luz triste e invernal. Esa sensación de melancolía se acrecienta por la puerta cerrada de madera que se refleja en el estanque acentuando su verticalidad. Sorprendentemente el artista no firmó ni fechó la mayoría de estos lienzos hasta la inmediata preparación de dicha muestra, por lo que casi todos están realizados en 1910.
Siendo tan cercanas en el tiempo, las obras de un año y las de otro no presentan diferencias estilísticas sustanciales. Por ejemplo, Generalife, Granada, del Museo Nacional de Bellas Artes de Cuba es un lienzo de factura muy suelta con el dinamismo del agua que brota de la fuente a través del chorro magníficamente representado y las luces que filtran las sombras de la vegetación tupida, en una característica mezcla de colores y juego de reflejos que le acercan al movimiento impresionista que conoció durante sus estancias parisinas. En Habitaciones de los Reyes Católicos en la Alhambra de Granada recoge, con una pincelada larga y empastada, la vista humilde de este lugar que contrasta con la riqueza y ostentación de otras estancias de la Alhambra.

Sorolla dejó Granada en 1910 con el propósito de regresar ese otoño. Pero no pudo hacerlo hasta 1917, cuando acompañó al rey Alfonso XIII a Láchar, para retratarlo durante una cacería, y luego se quedó solo en la ciudad. Entre ambas estancias, Sorolla había pintado la mayor parte de los paneles de Visión de España, la decoración de la Hispanic Society of America encargada por el mecenas Archer Milton Huntington. En estos cuadros de Granada parece que quiere descansar de los grandes formatos y las figuras monumentales.
Sorolla regresó a Granada, esta vez para pintar por propio gusto y, en los siete días que trabajó en la ciudad, buscó los lugares que le habían impresionado en sus anteriores estancias y que evocaban sus propios recuerdos. Retornó a muchos de los lugares y motivos que ya había pintado siete años antes, como al Jardín de los Adarves, y pintó de nuevo Sierra Nevada, Granada, hoy en colección particular. En sus representaciones de la sierra que «ostenta los ricos y variados colores de sus mármoles, la blancura de sus eternos hielos y la ondulante cima de sus frondosos árboles» (Semanario Pintoresco Español, 1842), el valenciano escogió el momento justo del atardecer que se traduce en la calidez rosada de los colores y en la definición del perfil de las cumbres de la sierra por el reflejo directo del sol. También ahora era invierno, las albercas estaban heladas y amenazaba nieve, y Joaquín Sorolla pintó una Alhambra inmaterial, con una pincelada pastosa y un acusado uso del blanco en su paleta. Se trata de una serie de pinturas que suponen el desarrollo del luminismo, y en las que utilizó indistintamente tanto una factura suelta, empastada y de amplia pincelada, como la técnica fauvista, con su énfasis en la capacidad expresiva de los colores.
Descripción del agua de la Alhambra en las obras de Sorolla
De forma paralela a su producción pictórica, su estancia supuso la consolidación de una serie de ideas que durante años había barajado el pintor para la distribución del segundo jardín de la Casa Sorolla, en el que la inspiración granadina es patente. Incluso fue tal la influencia de Granada, que Sorolla mencionó expresamente el deseo de que todas las plantas fueran granadinas. Las cartas a su mujer traducen la emoción que siente el pintor en los patios y jardines de la Alhambra y el Generalife.

Esta idea concuerda con el protagonismo que adquiere el agua, un elemento «escultórico » más dentro del mundo islámico, y que Sorolla dejó entrever con la representación de fuentes, albercas o estanques por donde transcurre el movimiento revitalizador del agua. De esta época, el Museo Sorolla conserva obras de extraordinaria belleza con un marcado encuadre fotográfico como son Patio de Comares, Alhambra; Fuente y jardín de la Alcazaba; Mirador de la Reina; Patio de la Alberca o Una fuente, entre otras. Con estas pinturas, que contribuyeron a envolver, aún más, de un misticismo a la Alhambra, continuó la serie iniciada con los jardines: un tema al aire libre que adquirió una destacada importancia en el conjunto de su producción.
* Este artículo fue originalmente publicado en la edición impresa de Muy Interesante o Muy Historia.